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john
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Buscamos el sufrimiento expresado, caliente, el llanto impúdico que hace del cráneo
una cacerola a presión, con el cerebro sumergido en el caldo sucio del dolor, largos pasillos,
largos trenes sin destino.
Si llora, que nos diga por quién llora; si sufre, que nos diga por quién sufre: sólo nos
interesa llevar la contabilidad de las caras arrugadas, que son los campos pedregosos donde
pastan nuestros caballos.
El dolor es dolor sólo porque no se puede pensar: léelo como lo pone, no más o menos,
sino exactamente: como no se puede pensar, no se puede entender. Pero se trata de una
imposibilidad definitiva: nunca se podrá pensar, nunca entenderemos el dolor: por eso duele.
¿Habrá allá dentro, detrás de ese rostro apretado, una verdad que intenta abrirse paso?
Entre los latidos, entre los golpes de la sangre en las sienes, quizá como una noticia profunda,
¿habrá una verdad que empuja para abrirse camino?
De pronto, no sé cómo, es todo tan sórdido, tan bajo, tan mezquino: estamos cansados,
hartos, de tanta obstinación dramática: súbitamente hemos comprendido la inutilidad del dolor,
el desperdicio del llanto.
¿Qué le ha dado, que cierra los ojos con fuerza, temporalmente enceguecido? Que se
desmonte las piezas del rostro, si tiene que hacerlo para dejar de llorar: no puede hacerse cargo
de su inmensidad llorada.
El lirio tiene belleza. Tiene tanta belleza que podría hacer llorar a un ojo de cristal: pero
aquí no hay lirios ni ojos de cristal.
Dije chaleco, dije todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar.
© fotografía de Lee Jeffries
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