El interés del texto que sigue se relaciona, sobre todo, 
-para mí- con que sea anónimo: no conocemos su autor 
ni el título del conjunto. No sería demasiado difícil 
averiguarlo [el internet es increíble], pero, sin duda, 
es preferible dejar las cosas como están. 

 

η

 

primera parte

 

la trama

 

 

 

algo más que un montón de cosas que pasan

 

La buena noticia es que, como escritor de  ficción, puedes crear un mundo de la nada. La mala es que como creas un mundo completamente nuevo, todo lo que aparece es una elección consciente y el lector dará por supuesto que hay una razón para todas esas decisiones. Los descuidos a este respecto pueden traer cierto número de

consecuencias no deseadas. La más importante de ellas es lo que se conoce entre los escritores como El chicle de la repisa, o sea, ese elemento introducido al principio de una novela que parece tan importante que el lector está todo el rato pendiente de él, preguntándose cuándo entrará en juego. Si no lo hace, tu lector se sentirá defraudado.

Recuerda: si hay un chicle en la repisa en el primer capítulo debe pasar algo con él antes de que se acabe el libro.

Por similares razones, detalles que se pasarían por alto en la vida real —un vistazo a una habitación, la letra de una canción que está sonando cuando uno entra en un bar— adquieren una gran importancia en una novela. Si tú sales corriendo y chorreando de la ducha para recoger un paquete inesperado, probablemente sea ese libro sobre plantas que pediste por Internet y del que ya te habías olvidado. Fin del asunto.

Pero si tu personaje tiene que salir de la ducha por un paquete inesperado, tus lectores interpretarán que ese paquete desencadenará una importante serie de acontecimientos.

                

A continuación te mostraremos dos versiones muy comunes:

 

Bah, olvídate de él

 

 

Cuando los problemas de un personaje se quedan sin explicar

 

El río nunca había estado tan hermoso y salvaje como la mañana de aquel viernes de abril. Crecido por las nieves derretidas de las montañas que se alzaban enormes por el oeste, las claras y heladas aguas se alborotaban alrededor de las botas de pescar que llevábamos mi hermano y yo, mientras observábamos en cordial silencio el fugaz arcoiris que trazaba una trucha.

Mi hermano, que acababa de volver de la guerra, parecía inquieto y, aunque yo sólo era un niño de ocho años, reconocí el olor del ron que se cernía sobre él como los enjambres de mosquitos que descendían sobre nosotros en esos atardeceres. Y vi encenderse su rabia cuando nuestras sombrías meditaciones fueron interrumpidas por las groseras carcajadas de dos deportistas venidos de Michigan que caminaban torpemente por nuestros bosques. Él pareció darse cuenta de mi preocupación, y su enrojecida cara, brillante por el sudor, sonrió.

—La guerra les hace cosas a los hombres, Chip —me confesó, y entonces, por primera vez, cogió sin disimulo su petaca—. Cuando ese negro mastín se te mete en el alma, echa el diente a todos tus sueños de juventud.

Quise preguntarle sobre ese mastín negro pero se me olvidó hacerlo y nunca volví a tener una razón para pensar en ello otra vez, porque al día siguiente, incómodamente vestido con el traje de mi abuelo, estaba sentado en un autocar de la Union Pacific, a punto de emprender mi gran aventura en Yale.

 

En la vida real la gente está acuciada por problemas graves con los que no lidian durante mucho tiempo. Pero en la  ficción todos los problemas son los acordes iniciales de una sinfonía. Si hay un hermano que tiene problemas con el alcohol, un niño que ha perdido su perro o incluso alguien cuyo coche se ha averiado, el lector se preocupará por esas personas y esperará que el autor del libro haga algo al respecto. Todos estos problemas necesitan su propio desarrollo dramático y su final. Pero es muy fácil que las subtramas se desboquen y se adueñen de la novela. Muchas veces es mejor que centres la atención de tus lectores en los problemas de tu personaje principal.

 

El abrazo fatal

 

Un objeto de amor inesperado

 

 

Anna rodeó con sus brazos a su hermano y lo estrechó fuertemente. Él podía oler su tenue perfume y el calor del cuerpo de su hermana hizo que todos sus problemas se desvanecieran. Desde que se había ido a la universidad sus formas se habían redondeado, y la suave y persistente presión de sus pechos se notaba perfectamente a través de su  na camiseta. Él dejó que ella se apartara y dijo un poco sonrojado:

—¿Por qué no puedo hablar con Amanda como lo hago contigo?

Anna se rió, pero evitó su mirada.

—No lo sé. ¿Quizás porque es guapa?

Hal se rió al oír esa respuesta. Para él, no había nadie más guapa que su hermana. ¡Ojalá ella se viera a sí misma como la veían los demás! Pero Hal apartó esas ideas de su cabeza. Tenía que concentrarse en sus problemas con Amanda, aunque estaba empezando a sospechar que debería buscar en cualquier otro sitio la verdadera pasión que estaba decidido a encontrar.

 

A veces el autor es el último en enterarse. Es muy fácil crear una historia de amor donde no debería haber ninguna. Nosotros llamamos a esto El abrazo fatal por ra- zones evidentes, y por razones igual de evidentes, debe evitarse. Éstas son algunas modalidades:

 

  El secundario fatal

 

Un nuevo personaje se describe como «un hombre guapo y musculoso con el pelo de color azabache y una sonrisa descarada» o «una rubia explosiva con un top ajustado y reventón». El lector piensa de inmediato que ahí va a haber lío. Si bien la vida real está llena de personas atractivas que —reconozcámoslo— nunca nos mirarán dos veces, los protagonistas de una novela viven en un mundo maravilloso donde se da por sentado que todas las personas atractivas con las que se encuentran ya tienen un pie en su cama.

 

  las aventuras de alicia en el país de los regazos

 

Cualquier interés excesivo por menores o un contacto físico con niños dispara todas las alarmas. Si no quieres que tu lector piense que está leyendo la historia de un pedófilo, lo de mecer a un niño sobre las rodillas debe restringirse a los padres, como mucho a los tíos. Si tu personaje tiene algo que ver con alguna religión, si es un obispo, un sacerdote o un amable viejecito que ayuda en la iglesia con un peculiar brillo en la mirada, no deben acercarse a un niño ni siquiera para salvarlo del interior de un edificio en llamas.

 

  Cariño, vamos a necesitar un armario más grande

 

Si unos amigos se abrazan, brindan por su amistad y luego caen borrachos a dormirla en un camarote de una sola cama, debes saber que el lector ya lo ha pillado: esos dos son homosexuales encubiertos, y nada de lo que digas después va a hacerle cambiar de idea. Si no pretendes que sean gays que lo llevan en secreto, deja que Alan duerma en el sofá.

 

  Una pista falsa en la repisa

 

 

Una pista falsa colocada inteligentemente es como una carta que te sacas de la manga y que hace que el lector se fije en ella mientras tú te ocupas de hacer otra cosa que sorprenderá en el momento exacto en que decidas revelar la verdad.

El chicle de la repisa, ese elemento involuntario que despista al lector, a veces puede convertirse en una pista falsa intencionada y trabajar a favor de la novela y no contra ella. Si tu novela tiene poca chicha porque apenas pasa nada (véase Monogamia, página 36), añadir una buena pista falsa puede darle a la trama cierta profundidad e interés. Juntando elementos y creando una buena interrelación entre ellos, puedes convertir un chicle en la repisa en una pieza de interés.

Una pista falsa clásica es ese personaje que parece el principal sospechoso en una trama tipo quién-lo-hizo (ese gigoló todo sonrisas de carácter temperamental, la perversa condesa) que se va haciendo más y más sospechoso por momentos —hasta la última escena, cuando se desvela que el culpable era cualquier otro—. Un ejemplo ya tradicional de esta estrategia es el seductor profesional del que la heroína está enamorada a lo largo de 200 páginas, o al menos así lo cree ella.

Asegúrate siempre de que tu pista falsa sea una parte integral de la historia. Cada vez que te saques esa carta de la manga cada movimiento debe parecer natural. Así que el sospechoso de asesinato debe ser un personaje plenamente integrado en el mundo de tu novela: por lo general suele ser un amante, un pariente cercano o un viejo colega del detective o de la víctima. El lector no sentirá el mismo placer cuando descubra el engaño si el asesino es un triste desconocido que tropieza con el cadáver aún caliente en la noche y, al caer, deja una perfecta impresión dactilar de sus huellas en el arma homicida. Y cuando tu pista falsa ya no te sirva para tus propósitos, no te desembaraces de ella así sin más, dejándola como un cabo suelto. El lector quiere ver la reacción del seductor cuando es rechazado. Y la heroína también debe sopesar sus sentimientos. No desarrollar estas escenas minará la sensación en el lector de que el personaje es real.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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