Liv tiene un rostro, una cara elegante, combinación que no es fácil ni frecuente. Además,

es toda ojos: no en centímetros (redondos), claro, sino más bien pesando en brazos de un

ciego nuestra estrella, o midiendo un instante una vida en dos vidas, tocando el alma, así, así

podemos decir que es toda ojos.

Liv mira con hambre [de ver, de saber, de conocer] y asombro: con hambre de asombro, como

si estuviera por completo dispuesta al asombro o como si supiera que va a ver algo asombroso.

 A veces la vida es hermosa, pero sosa y frígida como una puta estirada y cara; otras veces es

horrible, terrible, insoportable, pero cachonda y cálida como una puta napolitana. Otras veces,

las más, ni fu ni fa, es como una puta cualquiera, que folla por cumplir mientras piensa en poner

una peluquería.

La mirada de Liv tiene esa llama azul que casi arde en la lluvia, un viento sin sonido que se abre y

se cierra, un alcohol purísimo que golpea y golpea.

‘¡Y si después de tanta historia, sucumbimos, no ya de eternidad, sino de esas cosas sencillas, como

estar en la casa o ponerse a cavilar! ¡Y si luego encontramos, de buenas a primeras, que vivimos,

a juzgar por la altura de los astros, por el peine y las manchas del pañuelo!’ –dice el poeta-.

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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