luis rosales:
la casa encendida:
I. ciego por voluntad y por destino
Porque todo es igual y tú lo sabes
has llegado a tu casa, y has cerrado
la puerta
con ese mismo gesto con que se tira
un día,
con que se quita la hoja atrasada al
calendario
cuando todo es igual y tú lo sabes.
Has llegado a tu casa,
y, al entrar,
has sentido la extrañeza de tus pasos
que estaban ya sonando en el pasillo
antes de que llegaras,
y encendiste la luz para volver a comprobar
que todas las cosas están exactamente
colocadas como estarán dentro de un año,
y después,
te has bañado, respetuosa y tristemente,
lo mismo que un suicida,
y has mirado tus libros como miran
los árboles sus hojas,
y te has sentido solo,
humanamente solo,
definitivamente solo porque todo es igual
y tú lo sabes.
Has llegado a tu casa
y ahora, querrías saber para qué sirve estar
sentado,
para qué sirve estar sentado igual que un
náufrago
entre tus pobres cosas cotidianas.
Sí, ahora quisiera yo saber
para qué sirven el gabinete nómada
y el hogar que jamás se ha encendido,
y el Belén de Granada
—el Belén que fue niño cuando
nosotros todavía nos dormíamos cantando—
y para qué puede servir esta palabra:
ahora
esta palabra misma: «ahora»,
cuando empieza la nieve
cuando nace la nieve,
cuando crece la nieve en una vida
que quizá está siendo la mía,
en una vida que no tiene memoria
perdurable,
que no tiene mañana,
que no conoce apenas si era clavel,
si es rosa,
si fue azucenamente hacia la tarde.
Sí, ahora
me gustaría saber para qué sirve este silencio
que me rodea,
este silencio que es como un luto de hombres
solos,
este silencio que yo tengo,
este silencio
que cuando Dios lo quiere se nos
cansa en el cuerpo,
se nos lleva,
se nos duerme a morir,
porque todo es igual y tú lo sabes.
Sí he llegado a mi casa, he llegado,
desde luego a mi casa,
y ahora es lo de siempre,
lo de nogal diario,
los cuadros que aún no he tenido tiempo
de colgar y están sobre la mesa que vistió
de volantes mi hermana,
la madera que duele,
y la pequeña luz deshabitando la habitación,
y la pequeña luz que es como un
hueco en la penumbra,
y el vaso para nadie,
y el puñado de sueño,
y las estanterías,
y estar sentado para siempre.
Sí, he vuelto de la calle; estoy sentado;
la nieve de empezar a ser bastante
sigue cayendo,
sigue cayendo todo, sigue haciéndose igual,
sigue haciéndose luego,
sigue cayendo,
sigue cayendo todo lo que era Europa,
lo que era mío y había llegado a ser
más importante que la vida,
lo que nació de todos y era como
una grieta de luz entre mi carne,
sigue cayendo,
sigue cayendo todo lo que era propio
lo que ya estaba liberado,
lo que ya estaba desdolorido por la vida,
sigue cayendo,
sigue cayendo todo lo que era
humano, cierto y frágil lo mismo que una niña
de seis años que llorara durmiendo,
sigue cayendo,
sigue cayendo todo,
como una araña a la que tú vieras
caer,
a la que vieras tú cayendo siempre,
a la que vieras tú mismo,
tú, tristemente mismo,
a la que vieras tú cayendo hasta
arañarte en la pupila con sus patas velludas
y allí la vieras toda,
toda solteramente siendo araña,
y después la sintieras penetrarte en
el ojo,
y después la sintieras caminar hacia
adentro
hacia dentro de ti caminando y
llenándote,
llenándote de araña,
y comprobaras que estabas siendo
su camino porque cegabas de ella,
y todavía después la sintieras igual,
igual que rota
y todavía…
—¡Buenas noches, don Luis!—
Sí, es verdad que el sereno
cuando me abrió esta noche
la cancela,
me ha recordado a la palabra «igual»;
me ha recordado
que estaba ya,
desde hace muchos años,
haciéndose gallego inútilmente
porque ya lo sabía,
porque ya lo sabía,
y casi le zumbaba la boca como un trompo,
a fuerza de callar
y de tener la cara expectante y atónita.
Sí, es verdad,
y ahora comprendo por qué me ha recordado
a la palabra «igual»;
era lo mismo que ella,
era igual y tenía
las llaves enredadas entre las manos
pero sirviéndole para todo como sus
cinco letras,
las cinco llagas de la palabra igual,
las cinco llaves que le sonaban luego,
que le sonaban igual que ayer y que
mañana,
igual que ahora
siento de pronto,
ahogada en la espesura de silencio
que me rodea,
como una vibración mínima y
persuasiva
de algo que se mueve para nacer,
y es un ruido pequeño,
casi como un latido que sufriera,
como un latido en su claustro de
musgo,
como un niño de musgo que porque
duele tiene nombre,
tiene ese nombre que únicamente
puede escuchar la madre,
ese nombre que ya duele en el vientre,
que ya empieza a decirse a su manera;
y es un sonido de algo interior que
vibra,
de algo interior que está subiendo
a mi garganta como el agua en un pozo,
igual que esa palabra que no has
pensado aún mientras la estás diciendo,
y después se hace radiante, ávido,
irrestañable,
y ahora es ya la memoria que se ilumina
como un cabo de vela que se enciende
con otra,
y ahora es ya el corazón que se enciende
con otro corazón que yo he tenido antes,
y con otro que yo entristezco todavía,
y con otro
que yo puedo tener,
que estoy teniendo ahora
un corazón más grande
un corazón para vivirlo, descalzo
y necesario,
un corazón reunido,
reunido de otros muchos,
igual que un olor único que hacen
diversas flores;
y pienso
que quizás estoy ardiendo todo,
que se ha quemado la palabra
«igual»,
y que al hacerse transparente y total la
memoria,
nos vibra el corazón como cristal
tañido;
nos vibra,
está vibrando ya con este son que
suena,
con este son, con este son que
suena enloqueciendo ya la casa toda,
mientras que se me va desdoloriendo
el alma por una grieta dulce.
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