Me volví desorientada
de silencio suave, de piel alumbrada, de adherencia extraña,
de amor a la gorra,
de plaza y canciones que ya no serán.
Me vi en el vértice perpetuado de la esquina,
en el tarro de lata para los fideos en la alacena,
con reflejos del aroma que perdura en el aire,
de esta gente del amanecer,
de mi esperanza ingenua,
de otro ciclo de semillas entre lluvias sin mesura,
de pedazos de cotidianidad entre el desafecto oculto.
En dos manteles, en el pequeño adorno ruso, en cuatro platos
y en el juego de cortinas
que marcó la impaciencia de un tiempo pretendido como azul.
Y para no olvidar,
me envolví en desganos del recuerdo del vacío
que dura hasta el final de cada sahumerio,
y me silencié en un “cómo no hablamos de ésto y lo otro”.
Contemplé con pena el dramático tono
siempre a punto de tragedia
que no volveré a sufrir.
Busqué el mensaje “estamos bien” en el sueño de la siesta
y me volví, desorientada
de esencia resbaladiza,
de sillones verdes y alfombras pequeñas,
del líving de otoño
que brama actitudes ciegas de tristeza,
de esta atmósfera de permanente abandono
que me quedó como herencia,
del «ponete una camperita», de libros sin respaldo,
de estas alas sobre un vértigo de poesía sin metáfora
que fijan el fin.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mabel Bellante


 

 

 

 

 

 

 

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