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la maja desnuda
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Parece que quiere sonreír, que su intención es sonreír, que va hacia la sonrisa, pero todavía no, todavía no.
La maja se ha estampado un florón de colorete en cada mejilla con el estilo eficaz de una niña cuando le
quita las pinturas a su madre.
La maja no es hermosa, ni siquiera guapa; tampoco está desnuda, si acaso desvestida o desnudada: parece
claro que se ha quitado la ropa, pero hay mujeres que no van nunca desnudas, que no se pueden desnudar
porque siguen vestidas aunque se quiten la ropa, y algo parecido le pasa a la maja: no tiene un desnudo sensual,
erótico, cálido, cachondo, sino que va abrochada, abroquelada, acorazada de piel pálida, cerrada de piel cruda
hasta el cuello -que, dicho sea de paso, lo tiene más bien corto, escaso: como si la cabeza le encajara directamente
en el tórax-.
Tal vez es fría o está fría, como si fuera una mujer de cuerpo muerto, un cuerpo femenino en la morgue, preparada
para la autopsia: un desnudo de pecera. No está bien aposentada, bien tumbada en el tobogán verde: parece rígida,
tiesa, apenas apoya los pies, como si los tuviera en vilo –o como si toda ella estuviera en vilo-.
El vello púbico no es, en ella, más que un trasunto que se le escurre entre los muslos. Entonces: ni desnudo
sensual ni impúdico, sino un desnudamiento o un desvestimento frío, de objeto de adorno en la repisa.
Parece que Goya la pintó con mirada de forense, porque está limpia, lavada hasta de pezones, puesta a secar
después de un buen restregado con agua fresca de la sierra.
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Narciso de Alfonso
Merodeos: el desnudo femenino en la pintura
Francisco de Goya (1746-1828)
La maja desnuda, 1795-1800
Óleo sobre lienzo de 98 X 191 cm
Museo del Prado, Madrid
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