edita
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Qué desbarajuste de pelo y de piernas, de dedos y de fruncidos.
Como sucede con frecuencia con las mujeres hermosas, no sabemos si nos mira ella o su belleza;
no sabemos si nos ve con sus ojos de ahora o con los de siempre, que son los que le puso un día el señor
chanel y ella no se ha vuelto a quitar, para qué.
El merodeo es un arte de dudas exactas, ya lo dijo Maestro Ortega: o se hace precisión, o se hace
literatura, o se calla uno. Pues bien, los merodeadores hacemos precisión.
Una mujer puede desordenarse mucho más que un árbol, mucho más que un caballo, mucho más
que un hombre. Y, además, un árbol desordenado es leña, a un caballo desordenado hay que sacrificarlo,
un hombre desordenado tiene que reordenarse, pero una mujer puede desordenarse y, encima, estar más
en su ser, e incluso más hermosa.
Cuando miramos a una mujer a través de la ventanita de una fotografía, a (algunos) merodeadores
nos parece que ellas tienen un objetivo, una finalidad, una meta que es simplemente estar. Están, ya está: como
dice el poeta: sólo la vida, así: cosa bravísima.
Estas (y otras similares) son las dudas exactas que (algunos) merodeadores amamos. ‘Y hablan un
idioma lento amarillo feliz como un lazo de oro en el cuello’, dice el poeta, que (también) se dedica a la belleza.
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