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el precio de la nieve
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¿Vas a irte a la tumba -después de ver por la ventana del merodeo a Sophia- con alguna porción,
en tus venas, de vida sin vivir?
Ella parece cansada, con sueño, pero también juega a despreocuparse de la ropa, como si la llevara
medio caída por descuido, como si la llevara desordenada por desinterés, por despiste, por sueño o
cansancio.
Lo mismo le sucede con ese giro de las piernas, con el ángulo que forman sus pies: quizá se trate de
una especie de torpeza involuntaria, infantil, pero tremendamente encantadora –y Sophia, naturalmente,
lo sabe-.
¿Nos quedaremos en difunto viendo a esta mujer, preguntando por el precio de la nieve como si nos sobraran
literalmente patatas y pescado de la cena de ayer? ¿Nos quedaremos pensando, pensando, como queriendo
volver a pensar?
Tal vez hace ya demasiado tiempo que estamos detenidos encima de una sola piedra, manteniendo el equilibrio
entre una vida que aún no llega y otra que ya no vuelve, ocupadamente desocupados, mordiéndonos las rodillas
y los codos y sobándonos los duros órganos de decidir. Quizá tengamos anchura variable, pero también un
buen calientabollos y un botón de parada demasiado grande.
Días de sol, noches de luna, ocasos de animal que se arrodilla: y mientras, la vida pasa, velocísima, impura,
tremenda, con todo el color de la urgencia.
Cuando uno ve a Sophia y pasa de largo, tiene que inventarse un sueño para que el infinito no lo haga llorar.
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Narciso de Alfonso
Merodeos populares: el precio de la nieve
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