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una santa cayetana
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Abbey parece una santa cayetana en los tiempos atroces de la Inquisición, con sus cruces y con una pesada
peineta que parece una corona fea. Detrás de ella hay una astillada cruz de madera que no presagia nada bueno.
Abbey está pensativa o soñadora, como desperezándose, negra de uñas y bonita de cara, con un vestido prudencial
de cuello altísimo y de color hacia crudo, demasiado claro para el escenario de luto y duelo en que se ha instalado.
Desentona como una mujer rubia en un entierro, y también desentonan sus ojos claros y sus brazos desnudos:
en una procesión, que busca lo oscuro, cualquier claridad desentona como una detonación, como un disparo inoportuno
de luz.
El collar de nazareno que lleva, es el símbolo de un misterio del rosario: cada cuenta negra, un avemaría, la cuenta
próxima a la cruz, un padrenuestro, y así.
Abbey se ha quedado apoyada contra el muro de piedra y contra la madera astillada de la cruz, tal vez contemplando
el desfile doloroso de la procesión, el sufrimiento escenificado a hombros, a cuestas, sin miramientos, ‘siempre con
sangre en las manos, siempre por desenclavar’ –dijo el poeta.
Abbey es demasiado dulce y demasiado hermosa y demasiado clara de piel y de ojos y de vestido y de pelo para
incorporarse –sin una tupida mantilla negra de buen tamaño- a la procesión, incitando al escándalo de tanta luz a
nazarenos y espectadores, a la comparsa y a los costaleros.
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