Aymeline-Valade

 

vestida de larga sangre

Aymeline se ha instalado en modo promiscuo en un callejón del mundo, bien apalancada contra la pared y con un vestido largo de sangre apenas coagulada

que es una roja detonación en medio de un escenario de blancos y negros y grises cojos de pata.

Su alma es hembra, pero díscola a pedradas como la de un chico arisco de los barrios más periféricos, allí donde acaba la ciudad y empieza el campo de tierra

y los desmontes y las escombreras. Está flaca y todavía sin domar, como un diamante implacable: aún no ha aprendido a saborear la canción estupenda.

Sus pechos no llenan las copas del vestido, que se pliegan ordenadamente como dos ojos cerrados de párpados. Aymeline está cautelosa en su curiosidad

y no nos mira a los ojos; sus brazos de abrazar están recíprocos, y las clavículas, como una percha de la que cuelga su cosa flaca y el vestido que se derrama

calle abajo, manando sangre sin cesar del corazón de Aymeline, de sus sienes y costados, de su íntimo crepúsculo, de sus seis dialectos enteros.

Es una hierba purísima, absurda, que sólo sabe amar todavía en corto y en actualidad, con un cariño animal y tozudo, insobornable, sin reflexiones técnicas,

oscuramente y aparte. Aymeline viene a ser una metafísica del mundo universo -o de su barrio pedregoso-, y no hay nadie en su experiencia mortal, y mis ojos

descienden suavemente por la longitud angulosa de sus brazos.

 

 

 

 

 

 

Narciso de Alfonso

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