miguel casado

 

tomar partido por las cosas

 

 

fakta – teoría del arte y crítica cultural, enero de 2013

 

 

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El campo en el que me voy a mover es clásico: la autonomía de la palabra poética, la autonomía del arte literario

Tengo que sugerir que tal autonomía es un principio insuficiente, pero con la intención de preguntarme: cuáles serían los vínculos entre realidad y poema después de la autonomía: [habiéndonos impregnado de ella, aprendido a pensar con ella, pero no quedándonos en ella]

 

Para entrar en materia, se podría recordar la formulación habitual de la autonomía a través del concepto de función poética de Roman Jakobson.

[Jakobson fue otra gran figura de los formalistas rusos junto a Shklovski; Jakobson adquirió luego renombre internacional y reelaboró su pensamiento en clave académica, mientras Shklovski atravesó el largo invierno estalinista y el hermético aislamiento de la URSS durante la guerra fría.]

 

[Roman Jakobson, Ensayos de lingüística general. Traducción de Josep M. Pujol y Jem Cabanes. Barcelona, Seix Barral, 1975]

 

La función poética aparece hoy en todos los manuales escolares; en ella el texto se concentra en la propia forma del mensaje, por encima de atender a la referencia, a la emoción o a la apelación.

 

“La poesía consiste en la configuración de la palabra de valor autónomo”

 

autónomo, autonomía: cómo lo formulaba Jakobson:

 

La función poética no es la única función del arte verbal [es decir, de la palabra en su dimensión estética], sino solo su función dominante, determinante, mientras que en todas las demás actividades verbales actúa como constitutivo subsidiario, accesorio.
Esta función, al promocionar la patentización de los signos, profundiza la dicotomía fundamental de signos y objetos.

 

El hecho de concentrar la atención en la forma del mensaje subraya y acentúa la oposición entre las palabras y las cosas que ellas nombran.

Se trata del hecho de que el signo deje de dirigirse hacia un exterior, que es lo que permitiría la concentración en él, lo cual coincide con la idea más extendida de autonomía del texto poético.
Incluso para textos tan aparentemente abstractos como los de Mallarmé, es imposible leer poesía sin tener en cuenta la acción de los objetos en el escenario de la realidad, sin la referencia de las palabras al mundo.

 

La poesía no se agota ahí pero se empobrece radicalmente si se le amputa este vínculo necesario: no hay un gran poeta sin este vínculo.

 

 

“Una de las formas en que la poesía lírica se enfrenta al enigma del lenguaje
es precisamente en la ambivalencia de un lenguaje que es y no es representacional simultáneamente”.

 

 

Este tipo de fórmula contradictoria es la que nos permitiría imaginar de qué hablamos si hablamos de una poesía no autónoma tras haber reconocido la autonomía: la poesía combina ambos movimientos a la vez, el movimiento que se vincula a la realidad y el que se mira solo a sí mismo.

 

En Jakobson ya estaban también los elementos de esta propuesta:
La primacía de la función poética sobre la función referencial no elimina la referencia, pero la hace ambigua.
Al mensaje con doble sentido corresponde un emisor dividido, un destinatario dividido, además de una referencia dividida.

 

La principal propuesta teórica de Shklovski: el extrañamiento

 

[de las numerosas traducciones utilizadas en las lenguas occidentales –singularización, desfamiliarización, desautomatización, distanciamiento– prefiero ésta, pues el propio autor insiste en que se forma en la matriz de la palabra extraño]
Dicho de otro modo, el elemento clave de la teoría tiene una raíz existencial.

 

Con pie en Tolstoi, a quien Shklovski cita en su artículo más conocido,
“El arte como artificio” (o “como procedimiento”), de 1917,
este sería el punto de partida:

 

“Si la vida compleja de tanta gente se desenvuelve
inconscientemente, es como si esa vida no hubiese existido”

 

 

Al diagnóstico de Tolstoi, responde Shklovski con una definición de arte:

 

 

“Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir
que la piedra es piedra, existe eso que se llama arte”.

 

 

[El arte como conciencia de estar vivo, como relieve de las cosas
para que la vida no se diluya irremediablemente en la vaciedad y alienación,
en lo que Heidegger después llamaría “caída en el uno”.]

 

El arte debe radicalizar sus procedimientos, no porque esté pendiente de su forma, concentrado en ella, sino como modo de romper la mirada rutinaria, de quebrar los hábitos y recuperar la intensidad de la percepción.

 

Se trata de que el objeto pueda llegar a verse, es decir, pueda imprimir su directa huella sensorial, en vez de simplemente reconocerse como perteneciente a una categoría a un ámbito social, a un código.

 

 

El extrañamiento es una operación lingüística, una ruptura que se opera en el texto, pero su lugar de actuación, su efecto, debe sentirse en la realidad, en la que encuentra su origen, su razón de ser, sus materiales:

 

Para hacer de un objeto un hecho artístico es necesario extraerlo de la serie de los hechos de la vida. […] Es necesario extraer el objeto de su envoltura de asociaciones habituales, remover el objeto como se remueve un leño en el fuego. Y no cabe ambigüedad en el modo de entender objeto, engañarse creyendo que puede hablar de “objeto lingüístico”.

 

El poeta, ha subrayado Shklovski, “es el instigador de la revolución de los objetos. En los poetas los objetos se rebelan, rechazan sus anteriores nombres y se cargan de un sentido suplementario con un nombre nuevo”.

 

El extrañamiento implica una actitud de asombro ante el mundo, su percepción agudizada.
Para poder fijar este término es necesario que incluya el concepto “mundo”.
Este término presupone asimismo la existencia del llamado contenido, considerando como tal una investigación atenta y detenida del mundo.

 

Es esto la negación de la autonomía del arte, después de haber pensado y asimilado la autonomía.
No cabe separar forma y contenido, todos los elementos de la obra componen una unidad –que es unidad formal– capaz de generar sus propias leyes internas; el lenguaje se refiere al mundo: viene de él y a él lo devuelve la poesía, fortalecido, eficaz, capaz de incidir en la vida.

 

[Viktor Shklovski, La cuerda del arco. Traducción de Victoriano Imbert. Barcelona, Planeta, 1975, p. 217]

 

[Si pensamos cómo se produce esto en un poema, no deberíamos ceñirnos a lo que suele llamarse un planteamiento de tipo descriptivo, a las relaciones lineales con la realidad que la historia de la literatura ha ido codificando.][/ezcol_2third_end]

 

 

 

 

Le parti pris des choses

 

El título de este ensayo procede del libro más conocido del poeta francés Francis Ponge, Le parti pris des choses (1942), cuya traducción incluí en el volumen La soñadora materia.
Poemas los de Ponge casi siempre sobre objetos, seres o fenómenos naturales, no suelen tomar como motivo un objeto considerado en abstracto o en general o desprendido de circunstancias particulares; al contrario el objeto aparece asociado a algún gesto del poeta: por ejemplo,

 

 

“el de las manos, que toman y giran el objeto,
lo palpan, lo acarician, lo exprimen o lo rompen”

 

 

El motivo del poema resulta del encuentro real entre el poeta y el objeto, que se da en un momento y un lugar determinados y que entonces y allí genera determinadas sensaciones y respuestas verbales

[el hecho de que Ponge, a partir de 1940, reseñe cada vez más las circunstancias de la relación con el objeto demostraría este carácter personal, emocional incluso, concreto, del origen del poema.]

La materialidad del objeto se construye con el gesto referencial del desde dónde, el que ubica la voz en relación con el mundo.

 

[Cf. mis ensayos “Espiral para un Ponge” (en: La experiencia de lo extranjero. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2009) y “Clave de los tres reinos” (prólogo a: Francis Ponge, La soñadora materia, ed. cit.).]

 

Pero el trabajo referencial no quedaría ahí: es en la realidad donde radica la exigencia que sufre la palabra, y la realidad ejerce su poder.
En el texto que encabeza La rabia de la expresión, “Riberas del Loira”, se formula con nitidez casi propia de un manifiesto esta poética:

Que mi trabajo sea una rectificación continua de mi expresión […] en favor del objeto en bruto.
Así, al escribir sobre el Loira desde un lugar de las riberas de este río, deberé sumergir en él sin descanso mi mirada, mi pensamiento. Cada vez que se haya secado en una expresión, volver a sumergirlo en el agua del río.

 

Las palabras se secan en la expresión, que solo se humedece, vuelve a cobrar vida en contacto con las cosas.
Las palabras están articuladas en un código, siempre al servicio de las mecánicas sociales, mecánicas de poder, mientras que las cosas no pueden dejar de ser lo otro, lo ajeno: aquello en que podemos sumergirnos, empaparnos, pero que, en cuanto empecemos a hablar, tenderá a secarse de nuevo.

 

Al considerar estos vínculos tan conflictivos, se advierte cómo las cosas y las palabras van siempre juntas, inseparables, pero su unidad está atravesada por una fisura.
Un proyecto como el de Francis Ponge, consciente de esta fisura, la toma como un doble don, un doble manantial de energía: por un lado, otorga sentido al hecho de escribir, entendido como una empresa utópica de sutura; por otro, en ese cotejo, en ese afán, permite acceder a una intensa experiencia de realidad.

Quizá uno de los análisis más lúcidos de este conflicto que nos dejó Ponge está en “Los senderos de la creación”, texto prologal de La fábrica del prado; son tres pasos en un proceso de conocimiento de las palabras y de las cosas.

El movimiento (la emoción) que producen las cosas en nosotros (que suscitan en nosotros) y que nos hace a la vez re–conocerlas como semejantes a su nombre y conocerlas (con sorpresa), es decir, descubrirlas como diferentes de su nombre.

 

La palabra garantiza la estabilidad de los códigos y las rutinas, mientras que los elementos del mundo físico, la materia, abren la perspectiva de un cambio, son la fuerza que engendra diferencia, que obliga a moverse al lenguaje.

Así se implican el ser de la realidad y la utopía de la escritura: “Lo que nos hace reconocer una cosa como cosa es exactamente el sentimiento de que es diferente de su nombre”. Es la fisura, la pequeña, invisible separación de lo junto; es la realidad, que coincide y se identifica con el lenguaje, pero a la vez lo agrieta, lo socava.

 

 

 

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Un libro de poemas que considera la compleja dialéctica entre la palabra y la realidad, sin someterse a esquema ni aplicar ningún proyecto teórico previo, es La mujer de al lado, de la poeta argentina Liliana García Carril.

 

“Los ojos de la madre
no miran,
muestran un campo árido”

 

En ese medio, la única clase posible de certeza es la que proporciona el cuerpo con sus sensaciones físicas, tan radicalmente físicas que casi no podría acceder a ellas el lenguaje ni registrarlas la conciencia;
la fisura se sitúa en este lugar, entre la materialidad del cuerpo y la subjetividad de la palabra y la conciencia, sugiriéndose que tal vez se trate de ámbitos escindidos por algo que los hace en buena medida inconmensurables.

 

 

Es temblor de la materia
sin ser cosa, madera o porcelana
fatigada es acertijo puro
y develado sigue siendo
un acertijo […] Es la madre
y estoy segura de haber pasado por sus manos.

¿Habrán temblado?

 

 

[Liliana García Carril, La mujer de al lado. Buenos Aires, bajo la luna, 2004.]

 

El poema siguiente, que cito completo, sugiere una evolución de este proceso, podríamos decir, del lado de las cosas:

 

 

Las cosas de la casa
desanimada no se rinden
al abandono de la madre.

Respira la madera cautiva
en su forma de mesa y respiran los metales
cautivos en diversas
formas de vacío. La loza
cruje en tazas y platos
y las telas se inflaman en vestidos de fiesta,

laten las telas en abrigos.

 

Las cosas resisten a su destino de acumulación de sentido
perdido.

 

Rompo unas cuantas tazas
como quien hace sonar
una alarma o agita un trapo
en la ventana.

 

Soy el movimiento
inanimado de las cosas
quietas de la casa.

 

 

En las cosas, el tiempo va depositando acumulaciones de sentido, registros de la pérdida; pero ellas no aceptan nombrar ese sentido, manteniéndose fuera del lenguaje.

 

A menudo, cuando he tenido que pensar sobre las relaciones entre la poesía y la realidad, he recurrido a libros que tratan de fotografía.

En esta ocasión, del mismo modo que reactivé al comienzo mis vínculos afectivos y filiales con Shklovski, acabo haciéndolo también con Roland Barthes.

Me puse, pues, a releer La cámara lúcida.

 

[Roland Barthes, La cámara lúcida. Traducción de Joaquim Sala–Sanahuja. Barcelona, Gustavo Gili, 1982.]

 

 

Hay en la fotografía, antes de cualquier lectura, una resistencia de las cosas al sentido, un momento de fisicidad que no admite desplazamientos; tal fue, en esta ocasión, mi punto de partida:

 

“en la fotografía –escribe Barthes– la presencia de la cosa nunca es metafórica”

 

Esa presencia es un cuerpo, un dónde, pero sobre todo es un cuándo, un así sucedió, en cuya afirmación no interviene sujeto alguno. Hubo una mirada, pero lo que cuenta de esa mirada es que tuvo contacto con el referente –según Barthes– “en carne y hueso, o incluso en persona”. La entidad reside en la cosa, la mirada solo pone el tiempo.

Como es sabido, Barthes distinguía en la percepción de la fotografía el studium –el conjunto de códigos culturales que se entretejen en la imagen– y el punctum: algo más bien indefinible, de difícil acceso para el lenguaje y que, sin embargo, es lo que afecta al espectador, lo que punza, le produce emociones.

Lógicamente, es este punctum lo que le interesa y se dedica a asediarlo con toda clase de descripciones, comparaciones, ejemplos; comprueba en seguida que no suele ser algo central en la foto, sino lateral, con frecuencia minúsculo, más bien un detalle:

Gracias a la marca de algo la foto deja de ser cualquiera. Ese algo me ha hecho vibrar, ha provocado en mí un pequeño estremecimiento […] (importa poco que el referente sea irrisorio).

Ser algo o ser, en cambio, cualquiera: la individualidad, la sensación de lo irrepetible queda inevitablemente vinculada a la emoción.

¿Esa marca de algo no recuerda al fenómeno del extrañamiento descrito por Shklovski? Barthes lo analiza a través del contraste entre trivialidad y singularidad:

Debía consentir la mezcla de dos voces: la de la trivialidad (decir lo que todo el mundo ve y sabe) y la de la singularidad (hacer emerger dicha trivialidad del ímpetu de una emoción que solo me pertenecía a mí). Era como si indagase la naturaleza de un verbo que no tuviese infinitivo y que solo se pudiese encontrar provisto de un tiempo y un modo.

 

[Roland Barthes, El imperio de los signos. Traducción de Adolfo García Ortega. Madrid, Mondadori, 1991. Barthes vuelve sobre estos problemas, con mucha mayor amplitud, en La preparación de la novela (edición de Nathalie Léger, traducción de Patricia Willson. México, Siglo XXI, 2005).]

 

Propone, por ejemplo, estos versos de Bashô:

 

 

¡Cuán admirable es aquél que no piensa:
“La Vida es efímera”

al ver un relámpago!

 

 

Sin necesidad de comentario, se trata de limitarse a solo ver, de no añadir nada al ver, de no producir sentido. Ha descrito Barthes el haiku como una inmensa práctica destinada a detener el lenguaje, a romper esa especie de radiofonía interior que mana continuamente en nosotros, hasta en nuestro sueño, a vaciar, a pasmar, a secar la cháchara incontenible del alma.

 

Este estado de no–lenguaje supondría una liberación, una limpieza de la fisura que nos separa de las cosas, y su efecto se acercaría de nuevo al detalle, a lo contingente, a lo que ha ocurrido en un tiempo y en un lugar determinados:

 

La brevedad del haiku no es formal; el haiku no es un pensamiento rico reducido a una forma breve, sino un acontecimiento breve que encuentra de golpe su forma justa.

 

 

“Aprehensión de las cosas como acontecimiento y no como sustancia”,
resume Barthes: apertura de las palabras a la entidad física de las cosas,
neutralización del sentido.

 

 

Voy a detenerme aquí. Querría, no obstante, considerar aún un poema; un fragmento solo del largo poema de Jorge Riechmann, “Tanto abril en octubre”:

 

Después de la mitoxantrona orinas azul.
Cerca agoniza un muchacho a quien
han serrado la pierna en la cadera:

cercenada pesaba treinta y cinco kilos,
más peso que el resto de su cuerpo ahora.
Un mesmerizador lo hipnotiza para que
no quiera morir aunque se muere.
Tú orinas un azul
contiguo a esa agonía.

 

[Jorge Riechmann, “Tanto abril en octubre”, en: Amarte sin regreso (poesía amorosa 1981– 1994). Madrid, Hiperión, 1995.]

 

[Es un poema de hospital, un fragmento que recuerda al primer Gottfried Benn, el más expresionista. Riechmann hace chocar realidades extremas, emociones extremas.]

 

Orinar azul, serrar, el peso de la pierna.

 

Una materialidad subrayada, que se afirma en el fracaso de toda lógica –“para que no quiera morir / aunque se muere”–; solo lo absurdo, lo angustioso no son materia, nombran un sufrimiento en el límite de lo inconmensurable, de lo que se cierra al lenguaje.

[De este azul nadie podría decir “símbolo modernista”, “color poético”; nadie se acordaría de un azul de Kandinsky o de Klein. Es de la orina y, en ella, de la química más tóxica, la que para curar envenena, contagiado de horror. Sin embargo, trae su intensidad, sin simbolizar nada, vale por sí; su simple evidencia es un valor, su extrañeza evidente: ningún código consigue absorberla.]

 

Como proponía Shklovski, el arte sirve para percibir de nuevo, para limpiar la mirada y permitirle el contacto con las cosas. El trabajo del poeta dispone unos elementos verbales que resisten a la lectura automática, que no se diluyen en lo ya codificado, que se abren en cuanto palabras a la raíz del mundo. Así, el impacto de este azul. Viene a los ojos de todos, lo estamos viendo, vale por sí.

 

 

 

[Este ensayo ha sido previamente publicado en el volumen: CASADO, Miguel, La palabra sabe y otros ensayos sobre poesía. Madrid, Libros de la resistencia, 2013].[/ezcol_2third] [ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]

 

 

 

 

 

 

 

 

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