Marosa di Giorgio

MISALES

Relatos eróticos

1a ed.

Buenos Aires

El Cuenco de Plata, 2005

misa final con María Perla

Tenía el cuerpo largo y afelpado -que era la desespera­ción de muchos-, las orejas cortas,

los ojos hacia las sienes, la boca ribeteada, la cola larga, espesa discretamente.

Uñas que parecían salir de guantes.

Varias ubres pequeñas por­que era púber, rosadas y rojas; ocultas entre el pelo, como capullos

de rosas rojas y rosadas.

Sus padres la llevaron hacia la clase y quedaron con te­mor a distancia para no inquietar mucho

a la maestra.

La maestra no entendió bien el nombre. Y anotó… Per­la.

Y para tranquilizarse más, dar a todo un viso de huma­nidad, agregó María. María Perla. Sí.

Ella se tendió a lo largo de la clase. Los estudiantes reían perversos y miedosos.

La maestra se impuso y los hizo callar.

En los días y días y días siguientes, María Perla escucha­ba lo que decía la maestra con la boca

entreabierta y anhelosa, se le formaban pensamientos como flores en la sien, allí, tendida, atenta,

a lo largo de la clase.

Los alumnos, algún día, traían regalos.

Ella también trajo algo a la maestra. Lo trajo en la boca y parecía una polla, blanca y vaporosa, pero

era sólo un lirio de agua.

En mitad de aquel invierno, se enamoraron todos.

Se for­maron múltiples parejas, que se iban solas o en grupo, y riendo.

El más altivo, en vez de elegir a la princesa de la clase, una soberbia blonda, se dirigió hacia ella.

La siguió en el atardecer a través de canteros y collados. La alcanzó debajo de aquellos árboles.

La abrazó de súbito; ella se enroscó y se estiró, entró en el ronroneo. Él se decía: ¡Qué facilidad!

Él le sentía, por lo menos, tres fragancias; le sobó las vértebras, una por una, el corazón, que en la

pasión, se le transparentó; le levantó la cola y se le caían pequeñas verbenas rojas, desde la boca anal,

dadas las circunstancias.

Cuando le fue a tocar las ubres, y a hacer una caricia suprema, ella se le escapó volando casi, pasó

los valles y se perdió en la noche allá. Por varios días desapareció.

Luego, se tendió de nuevo a lo largo de su clase.

La maestra decía: -Señorita María Perla!…

Un joven deslucido puso los ojos en ella, ahora. La miró con devoción y con fe. Pero, a la salida, en aquel

atardecer, el altivo volvió a seguirla. La alcanzó de nuevo abajo de aquel árbol.

Le vio todas las bocas abiertas y moradas. Con locura la revisaba.

Ella le mordió una mano. E iba, otra vez, a escapársele. Pero, él, que ya venía dispuesto a todo, sacó un

cuchillo, y la mató en un rato.


 

 

 

 

 

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