opinión: cada noche, casi cada noche
Cada noche, casi cada noche, cuando las luces de la vida se van apagando,
sigo despierto. Hay vecinos que son muy puntuales en el dormir: cuando se acaba
el programa de televisión, marchan sin pausa a la piltra, a perderse o a encontrarse
en el sueño, como buenos animales humanos domesticados.
Hay otros que también buscan la cama cuando la tele se retira, pero se van a dormir
sin prisa, como queriendo escapar de la obediencia automática, como intentando
creer que son libres de acostarse o no acostarse, como engañándose con que se van
a dormir porque les da la gana.
Hay otros —más bien muy pocos— que después de la tele se quedan ensimismados
en una conciencia sin contenido, secos o vacíos, como si hubieran tirado de la cadena
de su cabeza y se les hubiese quedado el depósito sin agua y estuvieran esperando
a que se les llenara otra vez.
Ya está: todas las luces apagadas como dios manda. Sigo despierto y el tiempo de la noche
pasa y pasa sobre mi impura cabeza. De vez en cuando me levanto a mirar por la ventana:
todas las luces siguen apagadas, la cosa va bien.
Sin embargo, entonces, en las noches enteras con todas las luces apagadas, es cuando
se establece el valor humano de nuestra civilización —esa vieja puta desdentada, llena
de remiendos—. Ninguna inquietud, ningún desasosiego, ningún insomnio pertinaz necesita
mantener encendida la luz para enfrentarse a lo que no tiene nombre, a lo que no se comprende,
o no se cree, o no se puede tolerar o perdonar. O quizá es que todo eso se trabaja, se sufre
a oscuras, en silencio, besando la almohada, antes de que la pastilla de orfidal nos haga efecto,
que mañana nos espera un duro día.
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