El idioma español es pomposo y redicho; hay que hablarlo en voz alta
 
—o, por lo menos, no en voz demasiado suave—; no es que los españoles
 
hablen alto, sino que el idioma exige subir el volumen de la voz para decirse
 
adecuadamente.
 
 
Apenas tolera deslizamientos o ligaturas: se detiene no sólo entre palabras,
 
sino incluso entre sílabas, sólo el andaluz y las variantes sudamericanas del español
 
consiguen atenuar ese efecto carromato del castellano hablado.
 
 
No en vano se dice que es un buen idioma para el insulto y la imprecación,
 
o sea, para la agresión verbal. Para compensar, se añade que es también un
 
gran idioma para hablar con dios, para la oración: es posible, pero tal vez sea
 
excesivo decir que con dios —o contra dios— se habla algún idioma.
 
 
Los hispanohablantes lo consideran o suponen rico, enorme, inabarcable,
 
tal vez por la excesiva publicidad que ha recibido el siglo de oro. Sin embargo,
 
es un idioma escaso, no es bueno para el amor, tampoco para el pensamiento,
 
ni para la vida cotidiana, y se escribe poesía en español a pesar del idioma, muy
 
poco apto para poetizar.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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