102

En los primeros días del otoño súbitamente entrado, cuando el oscurecer muestra una

evidencia de algo prematuro, y parece que tardamos mucho en lo que hacemos de día, disfruto,

incluso entre el trabajo cotidiano, esta anticipación de no trabajar que la propia sombra trae consigo,

por eso de que es de noche y la noche es sueños, hogares, liberación.

Cuando las luces se encienden en la oficina amplia que deja de ser oscura, y hacemos tertulia

sin que dejásemos de trabajar de día, siento un consuelo absurdo como un recuerdo de otra

persona, y estoy tranquilo con lo que escribo como si estuviese leyendo hasta sentir que voy a

dormirme.

Somos todos esclavos de circunstancias exteriores: un día de sol nos abre campos anchos

en medio de un café de callejuela; una sombra en el campo nos encoge hacia dentro, y nos

abrigamos mal en la casa sin puertas de nosotros mismos; un llegar de la noche, hasta entre

cosas del día, ensancha, como un abanico [que] se abriese lento, la conciencia íntima de deber

descansar.

Pero, con esto, el trabajo no se atrasa: se anima. Ya no trabajamos; nos recreamos con

el asunto al que estamos condenados. Y, de repente, por la hoja vasta y pautada de mi destino

numerador, la casa vieja de las tías antiguas alberga, cerrada contra el mundo, el té de las diez

somnolientas, y la lámpara de petróleo de mi infancia perdida brillando solamente sobre la mesa

lino, me oscurece, con la luz, la visión de Moreira, iluminado con una electricidad negra a

infinitos más allá de mí.

Traen el té —es la criada más vieja que las tías quien lo trae con los restos del sueño y el

mal humor paciente de la ternura del viejo vasallaje— y yo escribo sin equivocarme una partida

o una suma a través de todo mi pasado muerto. Me reabsorbo, me pierdo en mí, me olvido de

las noches lejanas, impolutas de deber y de mundo, vírgenes de misterio y de futuro.

Y tan suave es la sensación que me enajena del debe y el haber que, si acaso una pregunta

me es hecha, respondo suavemente, como si tuviese hueco mi ser, como si no fuese más que

una máquina de escribir que llevo conmigo, portátil de mí mismo abierto.

No me choca la interrupción de mis sueños: de tan suaves como son, continúo soñándolos

detrás de hablar, escribir, responder, hasta conversar. Y a través de todo el té perdido termina,

y la oficina se va a cerrar… Levanto el libro, que cierro lentamente, los ojos cansados del llanto

que no han llorado, y, en una mezcla de sensaciones, sufro que, al cerrar la oficina, se me cierre

también el sueño; que, con el gesto de la mano con que cierro el libro, encubra también el

pasado irreparable; que me vaya a la cama sin sueño, sin compañía ni sosiego, en el flujo y reflujo

de mi conciencia mezclada, como dos mareas en la noche negra, al fin de los destinos de la

añoranza y de la desolación.

¿1929?

Nos primeiros dias do outono subitamente entrado, quando o escurecer toma uma evidência

de qualquer coisa prematura, e parece que tardamos muito no que fazemos de dia, gozo, mesmo entre

o trabalho quotidiano, esta antecipação de não trabalhar que a própria sombra traz consigo, por isso

que é noite e a noite é sono, lares, livramento.

Quando as luzes se acendem no escritório amplo que deixa de ser escuro, e fazemos serão sem

que cessássemos de trabalhar de dia, sinto um conforto absurdo como uma lembrança de outrem, e

estou sossegado com o que escrevo como se estivesse lendo até sentir que irei dormir.

Somos todos escravos de circunstâncias externas: um dia de sol abre-nos campos largos no meio

de um café de viela; uma sombra no campo encolhe-nos para dentro, e abrigamonos mal na casa sem

portas de nós mesmos; um chegar da noite, até entre coisas do dia, alarga, como um leque [que] se

abra lento, a consciência íntima de dever-se repousar.

Mas com isso o trabalho não se atrasa: anima-se. Já não trabalhamos; recreamo-nos com o

assunto a que estamos condenados. E, de repente, pela folha vasta e pautada do meu destino

numerador, a casa velha das tias antigas alberga, fechada contra o mundo, o chá das dez horas

sonolentas, e o candeeiro de petróleo da minha infância perdida brilhando somente sobre a mesa linho,

obscurece-me, com a luz, a visão do Moreira, iluminado a uma eletricidade negra infinitos para além

de mim.

Trazem o chá — é a criada mais velha que as tias que o traz com os restos do sono e o mau humor

paciente da ternura da velha vassalagem — e eu escrevo sem errar uma verba ou uma soma através de

todo o meu passado morto. Reabsorvo-me, perco-me em mim, esqueço-me a noites longínquas,

impolutas de dever e de mundo, virgens de mistério e de futuro.

E tão suave é a sensação que me alheia do débito e do crédito que, se acaso uma pergunta me

é feita, respondo suavemente, como se tivesse o meu ser oco, como se não fosse mais que a máquina

de escrever que trago comigo, portátil de mim mesmo aberto. Não me choca a interrupção dos meus

sonhos: de tão suaves que são, continuo sonhando-os por trás de falar, escrever, responder, conversar

até. E através de tudo o chá perdido finda, e o escritório vai fechar… Ergo do livro, que cerro lentamente,

olhos cansados do choro que não tiveram, e, numa mistura de sensações, sofro que ao fechar o

escritório se me feche o sonho também; que no gesto de mão com que cerro o livro encubra o passado

irreparável; que vá para a cama da vida sem sono, sem companhia nem sossego, no fluxo e refluxo da

minha consciência misturada, como duas marés na noite negra, no fim dos destinos da saudade e

da desolação.

Fernando Pessoa

Del español:

Libro del desasosiego 102

Título original: Livro do Desassossego

© por la introducción y la traducción: Ángel Crespo, 1984

© Editorial Seix Barrai, S. A., 1984 y 1997

Segunda edición

Del portugués:

Livro do Desassossego composto por Bernardo Soares

© Selección e introducción: Leyla Perrone-Moises

© Editora Brasiliense

2ª edición


 

 

 

 

 

 

 

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