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Beethoven ante el televisor


El alemán de Bonn identificaba

todos los sones de la naturaleza:

el del mar, el del río, el del viento y la lluvia,

el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco.

Un día, cantó un ave, y él no oía su canto:

fue la primera señal de alarma.

Luego avanzó implacable la sordera

hasta desembocar en la noche de los sonidos.

Compuso, desde entonces, imaginándolos.

Nunca pudo escuchar su misa en Re,

sus últimos cuartetos, su última sinfonía.

Luis van Beethoven murió en mil ochocientos veintisiete

(es lo que piensan los desinformados),

pero yo lo he visto en el Lincoln Center.

Fue en los años noventa. Ocupábamos

asientos contiguos. Yo lo reconocí

por su expresión huraña y tierna y feroz.

Y también por el desaliño de que nos hablan sus biógrafos.

Escribí en mi programa estas palabras:

“Excelente concierto”. Y él asintió:

“No se moleste en escribir, oigo perfectamente”.

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Después, en el descanso, hablamos de su música,

(sin duda se dio cuenta

de que acababa de reconocerlo.)

Avisaron que había que volver

a la sala para escuchar el plato fuerte,

la Novena. Pero él, van Beethoven,

dio media vuelta, y se marchaba.

“Pero, ¿precisamente ahora?” le pregunté.

“Yo regreso al hotel. Voy a escuchar

la Novena Sinfonía en el televisor,

la transmiten en directo”, contestó.

“¿Me permite que le acompañe?”, dije.

Y se encogió de hombros.

Pues aquí acaba todo.

Nos sentamos ante el televisor.

Escuchamos el golpe de la batuta

sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió.

Entonces, Ludwig van Beethoven

se levantó y apagó el sonido.

Ahora sí que el silencio era absoluto.

Canturreaba a veces, levantaba la mano

para indicar la entrada a los timbales

en el Scherzo. Lloró con el adagio,

enardeció cuando cantaba el coro

las palabras de Schiller.

Yo nunca podré oír, nadie podrá,

lo que él oía. Finalizó el concierto.

Fue entonces cuando se levantó,

y se acercó al televisor,

recuperó el sonido.

Las cámaras enfocaban ahora

al público enardecido.

Van Beethoven oía, en mil novecientos noventa,

los aplausos que no podía oír en Viena,

en mil ochocientos veinticuatro.

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José Hierro

Cuaderno de Nueva York

Poesía Hiperión 

Madrid 2000

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