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Lezama Lima, José (La Habana, 1910-1976)


LA FIJEZA, Poesía completa, Instituto del Libro, La Habana, 1970, págs. 119-214.

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Procesión

El desfile del número se hacía en el hastío de su caída invencible, malestar tolerado en prueba de su cómoda sucesión. Dentro de los números, existían sucesiones y significaciones, si aquéllas motivaban sus agrupamientos amistosos, éstos la retadora soltura de sus ritmos. Los desfiles del binario de guerra, la escapada teoría de los peces, olvidaban de sus orígenes y de sus fines, de su impulsión y de su extenuado frenesí, para darnos en los músculos del leopardo las mejores progresiones geométricas, en los imanes navegantes una ridícula limitación inolvidable. Esas fascinaciones de los agrupamientos arquetípicos, de la imantación que convoca para huir del remolino que tiene que reducirse a la ley de su estructura, iban trayendo el final del cínico, del atomista y del alejandrino preagustiniano. El vendedor de palabras. El hombre propaga y lastima su sustancia, Dios sobreabunda, el encuentro se verifica en sus generosidades. Pero el principio, por momentos falsos y visibles, parecía separarse del Otro. Desde entonces los hombres harán dos grupos: los que creen que la generosidad del Uno engendra el par, y los que creen que lo lleva a lo Oscuro, lo Otro. Así la procesión que surgiendo de la Forma se prolonga hasta pasar e inundarse por la Esencia última, vuelve a salvarse de nuevo por llenarse de la figura simbólica y concupiscible que encierra a la sustancia ya iluminada. Y así donde el estoico creía que saltaba de su piel al vacío, el católico sitúa la procesión para despertar en el cuerpo como límite, la aventura de una sustancia igual, real y ricamente posible para despertar en Él. Cuando muere, la Procesión se ha hecho tan desmesurada, que la coral plástica es reemplazada por un eco que parece volver de nuevo hacia nosotros, ya extendiendo las manos, caminando otra cruz. En la nieve, en el desfiladero, en la mansión escogida, la procesión de hombres continúa dividiendo por semejanza, ocupando, traicionando o comunicando el mismo cuerpo, la sangre y los aceites.

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Desencuentros

V

El escándalo frío y el alcatraz bifurcan.

El desagüe iluminado por patas platelmintas

redondea la pechera del abuelo sin riego sanguíneo.

La flojedad de sus patas vuelve a orinar el carricoche,

sus envoltorios preparan el azafrán franco de servicio.

Flojo, flojísimo el desagüe ante el torrente.

En la Plaza de Vendôme miles de arlequines

volvían a decir el comportamiento flojísimo

del desagüe ante el ciclón de Barlovento.

La última rata arrastrada por el rabo,

como el bastón comejenado del mariscal entumecido.

Rata nuestra del valle, calada campesina Watteau.

Rata nuestra del desagüe, contorsión mostrada por el rabo.

Majestuosa la concurrencia ante el desagüe.

Unos con el hombro lunado (arrancado) y el bastón ciempiés.

Los demás descalzos, entrando en el tronco con ratas.

Y el ciclón frío, sulfúreo, en la vitrina del acecho.

Ráfaga vuelve a tu timbre, timbre seco

del acecho vuelve a tu ráfaga, vuelve al desagüe tonto.

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Danza de la jerigonza

Recoger negro, amarillo, verdoso, en el azul fino

Leonardo

Crea el ser su caracol
y va la tierra ligera a su canción,
desnuda por la espalda del caracol
se muestra ondulante por el agua y sus ramajes.
El ser nace y su nacimiento cumple la mirada, sus vapores
en agua se deshacen, su dureza se cierra con su aurora.
La piedad por nosotros en su cambio borra su anterior.
Del cuchillo que fue la mariposa traza el círculo
y regresa el inmóvil sesgado por la noche
y la distrae con sus disfraces.
No importa la construcción estable del objeto
ni la mirada que eternamente repasa su pareja de plurales.
También el caracol distrae su guarida
con los distintos jugos terrenales y la sorpresa
jamás se rinde en una academia de maduras flores.
¿Por qué los griegos, paseantes muy sensatos,
nos legaron el ser? Otra guarida enfrente,
otra guarida lame como lobo a su noche.
La chispa fue robada ¿por qué en nosotros el ser?
y en su huida los dioses nos dejaron el ser.
Así su vacío tiene flores con ojos, que sin preguntas
acompaña la errante población de lo perdido.
Y el ser no es la construcción morosa del objeto,
no se despega de una adúltera carne veneciana.
Los cinco prisioneros no se oyen,
son los cinco vinos en la garrafa sucedidos.
Hasta la eternidad. Que se repita la eternidad.
Uno, que es un feto de hornacina empuñada la grasosa serpiente,
gordezuelo se nutre con rosas de cordero.
Nada por su celda Otro, sílfide
se aclama, pretende irse como el humo.
Tercer órgano, también preso, en el suelo
rodéase de los platos que no come.
Tetra infla los carrillos para un nombre,
la ronda le oirá zumbar su reclamado:
Riosotis de Miraflores,
entrambas partes miro o giro.
Lanza, edulcora píldoras malditas
para los crecimientos tenorinos o sietemesinos.
Sólo por él pregunta con descaro su buche de palo.
Cinco los dedos acarician por el muro
o cinco se van a cuello de guitarra.
Siendo la mariposa evidencia su cuchillo
y el cuchillo regresa azul y anaranjado.
Cambia las casas de la playa por sitiadas tortugas,
el buey en la noche azul y anaranjado.
La noche sopla en la noche
y al buey le posa azules lamparones,
y la napolitana mariposa corre por el cuchillo.
Fija la línea del horizonte y tú, Horeb, dilata las fronteras.
La convergencia de los prisioneros en el instante del muro
les alumbra el rostro amistoso y su especial manera fina
del comienzo del solo comenzar la nuev
a sombría flaccidez.
Después del muro la sutil línea del horizonte.
Lo exterior entre el ser y la canción. Su paisaje
cuidado por el ojo guardado en cautiverio
tiene al hombre bruñido en el silencio de medianoche del puente Rialto.
Su locura, su ¿oye alguien mi canción?
hace del ser una guarida y recela lo exterior.
¿Oye alguien mi canción? ¿Oye alguien mi canción?
¿Qué es lo exterior en el hombre?
¿Por qué nace, por qué nace en nosotros el ser?
Cuando llegamos a la línea del horizonte regresa
la mujer y tocamos.
Los cinco prisioneros ávidos de esa mujer que regresa
de la línea labial de las vírgenes mudas.
Las viejas locuras preguntadas,
que lanzaron por la caparazón o el hornillo
los viejos disfraces titulares
vuelven sobre nosotros como el ser, lo exterior y la canción.
Se contrasta con la línea del horizonte la otra
nave silenciosa donde sueña la mujer el sueño
de los cinco prisioneros que su energía le ofrecen.
Pasea a la sombra del sicomoro y así libera las pestañas.
¿Qué es lo exterior en el hombre?
Uno, va a lo exterior moviendo la cola dialogada,
si el saúco de la conversación te apresa eres mía.
Otro, rodea infinitamente los contornos, su viaje
vuelve a la carne como un mar, el salado
salpica ligeramente a lo que viene como delfín a la redoma.
Tercer órgano, aísla un sentido, la lección del sicomoro
la tiembla como el reloj que se quedó abandonado en la vieja casa.
Tetra, busca el secreto terciopelo de la dama que vuelve
de Monferrato a Varadero, que vuelve a su secreto
que tiene dos sonrisas, que tapa la zarza donde se hunde.
Tito Andrógino, la puerta indiferente deja paso al secreto,
no a la forma de lo exterior, temblando y no diverso.
Cinco, detiene el método donde la semilla asciende
hasta el espíritu devuelto después de peligrosa interrupción.
Tetra, vuelve otra vez a enseñar el retrato, su distinción
–la sortija donde guarda las máximas cínicas–, con feos caprichos.
La copia de los Dioscuros hacia el flujo final se precipita,
nadador la gruta de alciones y anémonas resguarda
de la corriente en su contorno, su límite
endurece en la proporción del coral frente a Cronos.
Recorren los cinco prisioneros
el cuerpo resguardado en la línea del horizonte.
La concha del natural rocío dilata las fronteras.
Ahora lo exterior en la mujer se va a su sombra.
Sus paseos por la orilla displicente coincidieron con la avidez
de los cinco prisioneros, después de saltar el muro
que un relámpago llevaba al camino de las playas.
La incesante caricia de la serpiente de mil manos
cerró el ovillo de donde salta Puck, su ligereza
no encuentra la salida y danza sobre las flores.
Estoy descalzo y cierro bien la sala. Los cerrojos
impiden que la llama del promontorio penetre por mi sueño.
Ese fuego calienta la placa de cobre que se esquina
en la sala donde descalzo apuntalo los cerrojos.
De noche, Puck al piano y Euforión se precipita
en el barranco con los puercos.
Barre la copa de aguardiente cayendo sobre el cobre
el humo espesamente salido a la topera.
Se recomienda dos cuartillos de aguardiente cayendo sobre el cobre.
Otro, con una tira de papel encendido penetra los cerrojos.
El germen cobra una plaza entre la hoguera y los pasos del jaguar.
Espera y alguien lo recibe con fijeza.
La corteza del sabeo vuelve encubierta
a repetir la fuga del cortejo, las manos en la onda.
Oh rufián de los estilos, más allá del saltamontes y el pisapapeles.
Tú quisieras huir en los añicos del Dioscuro en la plazoleta,
el estirado tergiversador precisó tu corrida inoportuna, la que destruye.
Oh rufián de las empresas, la luz lo encubría y el antifaz
sobre el rostro del inmóvil vigila la tortuga sitiada.
Brisas del este, caminad graciosamente, como el gusano por el desierto,
y llenad el vestido que sólo tocaba mientras se hacía el exterior remolino.
Primigenio, resuelve no tocar la danza aparecida
para el cuerpo y la flauta, indeciso
entre el reto del cuerpo y la lenta historia de un desenvolvimiento
preludiado por la flauta.
Otro, lanza irascible su jabalí de traspaso,
sediento de transparencias el agua lo oscurece.
Tercer órgano, reconoce lo que nadie le envía,
sin ser la cesta de serpientes en los vitrales atravesados por el rayo de luz.
Tetra, precisa lo desprendido, soplándolo en una innominada aventura,
regresa como etrusco y lentamente se reconocen;
la voz penetró hasta grabarse en la placa de cobre:

En los resguardos de un invierno fiambre,
cuando vuelven los paños a ceñir o a sobrar
y nos cae que alguien más allá puede caber,
como animal pequeño de dulzura mecida
o como sobrante monstruo que sopla la corneta.
Cuando esparcimos para recordar el tocadiscos
y queda su aguja bajando a una pasta chirriosa.
Y su cordaje de pelo vinagroso se hace una aguja
que le afina la voz de pequeño hocico,
la que pesa como una agujeta que ya no vuelve a pasar.
Van llegando para acariciar el nuevo tocadiscos.
Todavía no empiecen, hay que guardar el anillo en el pañuelo.
Ya pueden, hace tres días que llegó en el Queen Elizabeth
el disco de Prokofief. Ya pueden
empezar, el tocadiscos luce frío
y la aguja lanza una chispa que es una gota fría.
La gota fría está en mi cara al empezar.
Alguien me mira fijo y me avergüenzo.
Vuelvo a mirar, me está mirando, desespero.
Todos, lo creo, me están mirando, me disuelvo.
Mi aguja fría los ha tocado en una pasta.
Chilla por lento y frío en raspa arena
y vuelve a soltar la gota fría.
Están escasas las agujas. Solamente una alcanzará toda la noche.

Cinco los dedos interpretan por el cuerpo el fingimiento de la entrega,
su cautiverio en el éxtasis sólo expresa su rescate secular.
¿Hay que disfrazarse de peluquero para bailar sus propias danzas?
El espeso antifaz se unirá a la espesura de la noche.
Necesito moverme en el baile hecho para otros,
mi memoria precisa las danzas de mi nacimiento.
Disfrazado pude asistir al baile después de la toma de la fortaleza,
el peluquero pasea por las cenizas y nadie se asombra si dice ¿me quiere regalar su cabellera?
Y así propone y aclara el día triste para la muchedumbre que rompió
las puertas y vio el centurión de cera y el jarabe pompeyano.
Era el baile de los otros y ahora bailo mis propias danzas,
me han borrado un compás, me han estropeado una pareja de plurales.
Entré cuando no oía la nota adulterada y así pude entrar en el baile
de los otros sin sobresaltarme. En la noche, disfrazado de peluquero, nadie me reconocía.
¿Si toco mi ser será más lenta mi metamorfosis?
¿Disfrazado de peluquero puedo penetrar en el exterior remolino?
Si estoy frente al espejo, saco la lengua ¿oye alguien?
¿La conclusión de los cinco vinos en la garrafa sucedidos
la puedo llevar a la línea del horizonte? ¿me pertenece?
¿Tengo que penetrar al baile de los otros en el compás adulterado?
Uno, entré y salgo como el lagarto por los ojos del antifaz.
Primigenio, ya no puede romper el lagarto milenario.
Otro, se aburre de ser la placa de cobre y el aguardiente
no puede pasar por los cerrojos. Estoy descalzo.
Otro, enfría la gota de bronce que iba a engendrar la noche
de la tortuga sitiada. Allí nadie me reconocía
y podía olvidar lentamente el compás.
La duración en la canción olvida la enemistad
del polvo de carey en el ser y la uva lusitana en lo exterior.
Con el disf
raz de peluquero podemos bailar las propias danzas,
pero de la canción a la canción vuelve a cantar el ¿oye alguien?
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Lezama Lima, José (La Habana, 1910-1976)


DADOR, Poesía completa, Instituto del Libro, La Habana, 1970, págs. 215-402.
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Las horas regladas

Toque blando en el sueño
y peluso, algoso rechazo,
enarcó un pífano pedigüeño
en un raspado ocaso.

En un sin interpretación codazo,
saltó de los vapores el pequeño
homúnculo, hecha pedazos
la médula, volvía terco, zahareño.

El eco en el santo se adentraba
y en cada poro recordaba,
trasgo perdido en el castaño.

Pero la voz rajaba al hombrecito
y lo nadaba por lo escrito,
enmascarando el próximo peldaño.

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Unidad del círculo ¿dónde?
Esencia universal, sustancia
necesaria ¿dónde pasas
tiznando la sangre, quedando?

Persona, concurrentes luces
hacen la persona y el acto
tercero; está la persona
en sí y en la otra unidad.

El aliento flota, muerde
el aceite, la llama
sobre el agua tira y reclama.

Círculo, clama por cerrarse;
reclama, abierta espiral.
Disfraz, persona unitiva.

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Para llegar a la Montego Bay
(Permiso para un leve sobresalto)

Furiosamente las abjuro y clásicamente
las convoco al mismo redondel del frío
bajo, tosco laurel movido y al recojo
de sacra para siembra y arte.

De ese cristal que se baña en aguas de su orfandad
puede más, adustos del adviento, que si confiase
a la lluvia de cordel o la apartada del aire,
cuando le sopla un costado para buscarle la médula.

Dicen que los tejones, en aguas de su humedad,
burilan más, hocico en punta de atravesar
una sombra de escaramuza en jarra de vino,
sustituido por la criada del milenio gordo.

Pues si por allá paseaba la soplada,
la que por dos platillos pasaba su sombrerón;
ahora una gansada asombra la estufa,
y el mayordomo llega frotándose y se vuelve a retirar.

Los cítisos evocaban la llanura de Platea,
el amaranto ridiculizaba las uvas en el toronjero,
y el frutero como las partenopeas buscando la brisa,
se descalza, brinca la luna y barba al maestresala.

La dignidad de la moneda de la joven corintia
y los palurdos buscando chinches de acordeón,
pues el carbón que se teje, bateen flanco,
y el acantilado muge en el ropero de la mugrienta.

La doncella es la papisa, el caracol y el alcalde,
los copetines del recaudador del oeste;
mi grito descifrado requiebra el hacha de la doncella,
pero mejor, el toronjero y la nueva estación de estalactitas.

No es un pie remedando las columnas cogidas por el talón,
ni la bolsa del cartero, santoral de increíbles nacimientos,
ni la paloma traza las iniciales de la afiligranada ciudadanía,
ni el abejorro retrata la abeja de la vieja.

Como los leñadores no llevan su hacha al juramento,
ni el capitán habla dormido, papirotando,
así los versos garapiñados y garañones,
anuncian la lluvia, el tocoloro, el abuso y compadre.

Tendrá que ser la abeja de la vieja, dice Hermes;
ya que no puede ser la vieja de la abeja, dice Euforión.
La abeja se posa entre el pamelón y la miel,
entre la dulce bobería y la bobería seca y funeral.

El canon en el mortero te mancha la nariz, la sección
áurea se presenta como el estofado de una Baviera
de juguete. El ojo no tiene por qué parecerse al sol.
¡Jehová del sargazo un cometa para esas brabuconerías!

Al lastimar el albañil, la amarilla frente del tapir,
recibe el disparo que le hace una corza de Río
Grande del Sur. Es gracia del año, que el artificio
mezcle las lunas, los collares y las gamuzas del Jefe.

No hay por qué llevarse los tizones en el rapto.
Días antes, las gatunas medidas de las ventanas.
Dos días antes, las lunadas, frías herraduras del caballo
que nos regaló Furgan, el hijo del hullero inglés.

Reaparecía por el pueblo con la gracia y el sueño.
Con la gracia, relieve del sueño.
Y con el sueño, fortaleza de una gracia aumentada
por los astros que duermen y las playas despiertas.

Para llegar a Montego Bay,
el oscuro furor adolescente escondía sus flechas,
y no el retiramiento de participar en la ausencia,
sino el aposentarse en el escarbar y el agujero.
El odio a fingir el encerado, ocultando con el pañuelo
el rey de espadas, y la marmórea, obligada cerrazón
del cimbalón de las carcajadas lanzadas al asalto.
Y no el traspaso de la agujeta cenital, sino el manteo
de ir recubriendo el ciruelo con la otra carne lunar,
cuando vamos reclamando el hueso del almendro,
el ramaje que nos indica la aleluya de la flor,
si no la miel avanzando por el secreto de los pistilos
y cristalizando enterrones para el goce en la glorieta
de las montañas azules, que voltejean al viajero,
y en el despertar de un número lo entreabren
en las risotadas o en los siete ríos tirados
por una pareja de bueyes.

Las piscinas donde se sumergen los herederos de coral,
los herederos ingleses que han sonreído en las excavaciones egipcias,
fruncen el rizo, disecándolo, de la decadencia capitalista.
En el anuncio de un cigarrillo se hacen tantas pruebas
como en el inicio de un funeral minoano.
Y las abreviaturas de los espejos siracusanos, cortados
por el obturador de un rabo de ardillas,
agrandan sus venerables párpados de tucán,
para llegar a Montego Bay.

El negrón pastor que sacaba las monedas cabeceantes de un chaleco mozartiano,
portería de los bolsillos marsupiales del chaleco,
abría los fláccidos brazos, como un centurión, en la piscina,
necesitando después para plegarse la síntesis de las sales odorantes.
Los densos murciélagos de la bahía jamaiquina,
al despojarse de los reflejos de la piscina de los mirtos,
penetraban en los trazos cuneiformes del interior de un tronco de palma.
De la boca del negro gigante salía un ferrocarril de mamey,
sus carnes lloraban mecidas por la guitarrita del tembleque,
dejándonos de disfraz de un bien llevado susto,
en la piscina de la Montego Bay.

Como la abierta canana de los soldados ebrios,
el negro pastor palidecía la ablandada mitad de su chaleco,
ante la piscina rizada por el triple salto de la piedra heraclea de los griegos.
Su chaleco como un endurecido ajustador de líquenes,
mostraba su divertida coquetería andrógina en la Montego Bay.
No en la infernal glorieta donde los murciélagos penetran por los troncos,
sino en la marcha de las hojarascosas nubes del otoño, expulsadas
por the fire of the florest. El refinamiento del bosque
de cocoteros iguala a la franja naranja de la cacatúa austriaca,
pues una esbeltez que parecía no traspasable se multiplica
como las quemantes naves de los aqueos delante de la frivolidad de Ilión.
El refinam
iento del bosque de cocoteros lanza semillas
mascadas y ensalivadas sobre la estilización de los anuncios
de las marcas de cigarrillos en la Montego Bay.

La carnalidad obsequiosa del césped se tullía
para esperar un crepúsculo de musicados entreactos.
El flamboyant como la albina señorita jirafa,
estiraba su tronco hasta el cristal confitado de la flauta.
Y una pequeña copa roja de sombrero tunecino,
dominaba con su adelgazado fuego al negro preguntón,
enredado mansamente en el disfraz de correo de her majesty.

Un pelotón de burritos y un rolls condecorado
se estiraban frente al sargento de tráfico con prismáticos de almirante.
Pero como en los elementos sacerdotales de la física jónica,
the fire of the florest era sustituido por el laughing falls,
y las carcajadas de las siete aguas confluyentes,
borraba la agujeta inútil del fuego encorsetado,
antes de llegar a la Montego Bay.

El bosque de cocoteros y el adelgazamiento no sombroso
del fuego de la floresta, ondulan las espigas de la sesquipedalia:
el pescado largo está bajo las leyes del magnetismo.
Las palmas caminaban en el Eros distante, pues la lejanía
avivaba la irritada piel de la distancia, entre nosotros cada palma
lanza el voluptuoso contrapunto de su ámbito, y así la mirada
reconoce su carnalidad en el palpo de la coraza de la noche.
El bosque de cocoteros obliga al crecimiento del vegetal,
persiguiendo una chispa o la estrella caída en el cartucho
del carbón del estanciero. El flamboyant tiene que alzar
el tachonazo bengalí de su copa, para que el cerco de cocoteros
no casque el súbito coral de lo entrevisto claveteado.
La copulativa bahía donde llegan los espesos y el tuétano
de rótula de negros cabritos, invade con el sopor de su sombra
el bosque de cocoteros, apretándolo por la cintura de su médula.
Aquel adelgazamiento persiguiendo a la saltante chispa,
sólo es penetrable por el caldo sombroso de su anchurosa base.
La laminación cruje y se corrompe por la espesada evaporación
de las aguas, si no la angélica transparencia igualaría en su sentido
a la espesura vertical de la carne vegetativa, y el reciente nadador
estaría inmóvil entre la penetrabilidad de la espesura y la transparencia
angélica, pero no, la sombra evaporada de las aguas puede penetrar
por los bosques de cocoteros de la Montego Bay.
La confluencia de los siete ríos en una carcajada y la simetría
de la floresta, hecha para la sutileza del insecto moribundo,
pues allí el hombre presiente que el paisaje rezonga
una carcajada que se apoya en sus espaldas, adormeciéndolo.
Las diez y siete ensaladas que se brindan en el Hotel de los Mirtos,
están elaboradas para el tapiz del antílope volador, no para la espesura
del sueño del varón de églogas y los recursos de su flauta suficiente.
El oleaje del vegetal no recogió el reconocimiento del nadador,
contentándose con un túmulo donde las evaporaciones del vegetal
no recordaban las cenizas para las solemnidades del viento presagioso.
El correo de su majestad se solaza en el olvido de las direcciones,
pues el destinatario se adormeció en el incesante destino vegetal,
su silbato no penetra en las adormecidas cortezas de la pirámide funeral.
El paisaje para el sexo del insecto y no para la memoria del hombre,
es el que rueda las atolondradas lunas del oleaje
en la Montego Bay.

Las laminadas y perseguidas cinturas de los cocoteros,
mordisqueadas por el tuétano sombroso despertado en la bahía,
lanzaban la chispa que coloreaba la distancia para el Eros
del insecto y su laberíntico azar de polen y arenas.
La erótica lejanía denomina la mecida extensión de lo estelar,
pero al caer la chispa en la bahía cuando llegaron los espesos
ciegos, no soltaban sus manos con el nacimiento de los peces cantadores
en la Montego Bay.

Las salientes desfiguraciones de la lengua seca,
después que el valle y la primera bahía se movieron
en el jardín sumergido, un húmedo polvo azuleando
se iba a la tortuga marmórea y al loto estalactita.

Los cuadros medievales de la hoja, burlados al rocío,
cruzaban como pecas el libro de horas hundidas, semejantes.
Cuando las hojas doblegaban sus verdeantes banderillas,
su carne se guardaba como el polvoroso cuerpo de las dinastías.

El rabo, la lengua, humildoso bracito, sonreían saltantes,
en la antológica experiencia del diseño sumergido,
o la claridad sobrextendida, que ya no es al doblarse
en clavijas de ojazos y torniquetes de furor penetrante.

Cuidar una hoja bien vale el culto de rechazar
el fuego hasta los confines, bien vale amamantar
los delfines con vuelcos y abrillantados yerbajos,
y alzar en su pontifical lomo las consagraciones humosas.

Los domeños y las pertenencias me obligaban a fruncir
la herrumbrosa sangre, y el paisaje alfilereando
en otro insecto de peluche con luna, pues su veloz laminado
no era para el cayado barbando en la nieve.

Llegaba con la sangre cuando rompe los dos círculos,
la mayor y el menor inagotables furiosos, pero la bocaza
del misterio de nuestra sangre volviendo después de haber ahincado,
después que nuestra sangre penetró por la ajena bahía y los dos brazos de mar.

La preguntada espuma saliva sus fábricas de sal.
Si penetramos de espalda el concilio de la marea,
retrocede el rencor de la sangre por las dos compuertas,
pues el misterio indual acoge y ciega la enemistad permitida.

El mar no se dispara al secuestro del tonel,
pues la sangre espermática se desenredó en otro cuerpo,
abandonando el inútil misterio tirando de los árboles,
y las preguntas, como orugas, tapiado laberinto de las hojas.

Lo que fue rapto, ahora se acostumbra a la siesta en las arenas,
y los peces recuestan alfabetos y los somnolientos instrumentos devorados.
El manglar protegiendo musicado los anchurosos vientres,
protegía a la sombra que penetra los cuerpos sin varón.

En la Montego Bay, el detestable tumulto de los hombros,
para abrirse en un árbol donde se descolgaba el nuevo doncel,
traía el horror del primer genio, que igualaba al hombre
con el árbol, manteniendo a la estirpe en el tedio del pedernal.

La tribu misteriosa, anterior al primer testimonio escrito,
volvía a los amputadores caballos de los escitas,
y no al relámpago raptor de los reyes etruscos.
La cariciosa doma y el traspaso de la sombra del árbol les bastaban.

Era el lenguaje de la tribu escapada de lo escrito,
donde la móvil sombra era la fija sombra arbórea.
La planta del pie tenía nocturnas raicillas,
la palma de la mano escondía estrellas descifradas y respirantes.

Los domadores escitas saboreaban la divinidad del rocío
y la pavorosa Nictimene encarnaba las condenaciones de Lesbos.
Las voluptuosas estancias, despertadas por el refinamiento de la hoja
del plátano, dejaban para los jinetes el rocío del sueño fálico.

Después que en las arenas, sedosas pausas intermedias,
entre lo irreal sumergido y el denso, irrechazable aparecido,
se hizo el acuario métrico, y el ombligo terrenal
superó el vicioso horizonte que confundía al hombre con la reproducción de los árboles.

La prueba del desierto se llenaba de innumerables bueyes blancos,
que conversaban con los que habían sacado el misterio de las aguas;
la tierra, evaporada por la solitaria conjugación del verbo,
entre el círculo mayor y menor, enloquecida o titánica vuelve.

El hocico se enterraba hasta el fracaso del pozo,
los cuerpos tanteaban la llave de dos relojes,
pero la arena quemada n
o levanta a la murmuración
necesaria para la entraña del vegetal o el rendido secreto.

Los maestros montes, bueyes habladores, caían sobre la risa de la bahía,
saltando por las chozas donde se elaboraba la ilegítima cerámica.
Deshecha la tradición alfarera con peces vanos de mediterráneo picassista,
el sensual y narigón jengibre del diablo babeaba la niña tocororo.

Pero el que fue, oyendo musicados números, a lavar los anillos,
librándose de Saturno y de la levedad de sus manjares falderos,
desenrollando ceremoniosamente las campanas del cuarteto,
llevaría siempre con gracia a su mujer en la maleta de viaje breve.

El hispalense, castillo impedido por algodonosas tembladeras,
nos recibía, y la pareja cerrada por un sombrero cañero,
comenzaba sus tumultuosas caricias y sus eruditos escándalos,
rindiéndose con los cortesanos miedos del varón principal.

El raptor, salido en duermevela de la entraña hullera,
desdeñando al Niño Diablo que cierra el portalón,
alcanzaba el jocundo tornasol de la criatura derivada,
penetrando por la antes hostil voz intermedia en el aliento de Anfión.

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Cielos del Sabbat

Ahincadas o labiándose, por el parque o el mar,
trocar, Trocadero, anapestos, trocaico, se deciden.
Sus sábanas de cuévanos sueltan hombrecitos, toallas
del ensayo bufonesco de las costumbres de los bisoños,
entrando en la galería con el antifaz de la merienda,
marfiles de las ornamentales tapaderas revisados
por el silbato que pellizca las carcajadas.
Se inicia la temporada del estampado venenoso.
Llegan con sábanas relumbrantes de piernas,
con vuelta de vueltas del disco pagado,
el pelo punzó, las piernas pescadas, los patos falderos
en toscas lunas del fracaso de azul otomano.
Del parque o del mar le suena el embozo
por el cazón también alcanzado, si no fuese que el parque
o el mar mastican trocaico, anapestos, las mantas
prestadas, cloqueos del humo, para rechuparse
las escalerantes damas que barnizan el ancla.
Rotos de cadera y guitarra afinan la espina
evaporada en el bolsillo del día
del desembarcado. En el anapesto de vienesas lisonjas,
el vino y el ángel de la plaza de los embajadores,
para saltar la opereta de cornamusa, para las coronaciones
del sueño de cera fluyendo desde la caseta
a la ira justa del placer de la arena y el péndulo.
Agujeta, cucaña, burritos del escaparate de tres lunas,
onagro de enanos de quiebrahacha,
eneldos que escuecen salmuera a pescuezos,
zurrón que cobra los turnos a timbres bajantes,
hojas de calabaza, malvavisco echado a rodar
a los quince, toalla de sarampión, sala
con las tarjetas de Fátima, La caballista,
entra por las carteras con tijeras barbadas
y polvos cegatos para el estornudo que rompe
el éxtasis. Melodías de Broadway, taponcito, ratón,
de coral mordiendo la oreja, duro carrusel con punta,
de gusano de seda, dulcero con la escobilla
por la oreja. Suave oración
silenciosa envolviendo el cuerpo en benjuí.
Ah, que apaguen, a su timbre los cinco
registros, aquí no llega el gusano escanciador,
Ganimedes de entrepuente, laberinto de añil
de la otra toalla, cierra cartero el bolsón
con los siete gatos de las Cabrillas,
reclama tu saturniano silbato, vuelve a la orilla
a oír y a chupar las esponjas.
Glaucón, lengüeta de la gaviota a su torre,
dulcero, cayéndose.
Aprendió en el légamo egipcio, luego se disfrazó
de morisca, su guitarra le roba a los marineritos.
Judith, mirando los zapatos de estreno,
zapatos azules con mal encordadas pestañas,
y el timbre le afeita el espejo, lenguando tarjetas.
Los grupos repasan la eficaz lentitud de la pelota
de cristal, reemplazando a la esfera mordiendo
su copiosa sustancia, las manos absorben
el cristal, aunque la manual cortesía se interpone,
traspasa el cristal su sanguinaria proyección.
La pelota se arrastra suave, en cada hoja, desciende
por su gracioso centro endurecido, va a romperse
en las baldosas, recibe el soplo mediador
tapiz donde se apunta el tanto con silencioso
griterío, sólo el ademán danzado de los labios
y la voz que no trenza descifra los chillidos
de la niebla, el árbol ha crecido para pescar
la pelota de cristal, salta de hoja en rama
sin intercalarse en la ocupación dormida de los pájaros.
El cristal evapora la inaudita procesión nocturna
de los juegos con la pelota de cristal, la sopla
hasta la copa de los árboles, si despierta un pájaro
intercambian sus cabezas los jugadores, desean
un exagerado rigor en la precisión de sus jugadas
y se van adormeciendo escuchando el nacimiento
del árbol que tiene las raíces sudorosas de cristal.
Los incansables jugadores persiguen la pelota
que nunca estuvo allí, pero la tierra se evapora
entrechocando el súbito de un crecimiento
y la pelota de cristal.
Las comprobaciones lavan el salmón, la escasa
luna divierte el cosquilleo de los gendarmes.
Su silbato iza el merengue de las braguetas,
esperando los tiesos del panadero bromeando
con el suicida, porque la americana se rubrica
con el muro, para no regresar con los encajes
verdes de Virginia y cumplimentar sus adoptivos
deseos con el manjuarí.
Los oscilantes pasos del trocaico resbalan
por la obsidiana sin reclamar el relieve
donde la tortuga destroza las puntuaciones
de la lanza y espera al jabalí.
La tersa, enredada lividez de la obsidiana
o la gorguera del gaditano caracol,
retroceden ante la piedra de cobre con fibrillas
de oro, o la presta anémona dócil
al rostro de cada brisa gira su boca,
acometiendo ciegos los poros al tridente.
el desembarcado está ya rozado por la pelota
de cristal, sube por el ancla recortada
en una piedra blanda y transparente
y en un disecado ojo de pulpo.
La caballista lo laminó entre dos sábanas,
se siente intercalado por la flauta
que le sopla polvillo de malvavisco
y el tazón nuboso que lo acoge y adormece.

&&&

Del saco donde sumerge
Sócrates la cabezota
y el humo, si no se embota
la razón, que nos protege.
¡Líbranos de todo mal!
Suficientemente carnal
la abeja de la razón,
ya no vuelve y no protege.
Oh buitre, logistikón,
en tu seguir al que sigue.

&&&

Los mismos ornamentos, sucesión de una espada
de obsidiana, respiran como la piel tamborileada.
Interrogaban con la cornamusa de Aldebarán, frío
estelar de un escudo en el mesón del retorno.
Hay allí peces, adargas, maldiciones, caídas de cuerpos
que llegaron picoteados como el maíz, irreconciliables,
pero su oro de hormigas, fracciones de tiaras melodiosas,
irrumpen como una torre en la masa de azul ecuestre.
Pequeño sobresalto, interminable niño combatiente,
brumas de cobre alucinado, corre a una brisca
en el castillo con bonete de obispo en cada asiento.

“Di el precio de un jarro de trigo, pregunta
por los ladridos que rodean una promesa juramentada,
acércate a los oídos del trono, recurva al cuerno
de marfil golpeando la oreja del gamo pintiparado”.
Vuelve al tapiz, pero la mirada lo voltejea hacia los perros.
Vuelve al tapiz, no siempre el humo
de la medianoche te regala la fuga.
Las manos estrujan el gamo de artificio, favoreciendo
el desprendimiento de la hilacha que le corta
las orejas para aislarlo de su relieve en el viento.

&&&

Ahora el encierro, puesto que más se cierra
el que salió orondo a su albedrío.
Lo que escogió, y estaba entrando al sueño
del mayordomo, tuvo festín de ahítos por la gamba
del concertino, que se fue a su tierra
ajena, donde el torcido iguala la armonía.
Así también, jinete del manteo, si se cierra en noche,
el cenital marcha de espaldas para darle sombra.

Hay otro nombre que le da la tienda,
hay otra pierna que se añade al hijo
y vuelve a soñar con la gaita al cuello.

Pues si nos llaman, nos piensan de otro modo,
son dos los nombres que el Uno se añade por la casa,
y así, prensado, de sobremesa, como el liquen, viene.

&&&

No le reclama ya lo que le plazca,
va a su abandono de ensalzado búho.
Tiene la llave y acordela siete puertas,
recoge su pecho suyo y la cara trabucada.

El sueño trae la cama a la saleta y alza
las cuatro fuentes de la brisa y río.
Le pone cofia al reloj de los primeros
armadores, abuelos incomprensibles al desastre.

Pasó la solfa en la glorieta, después ladeando,
como un anclaje pasó el olvido por su vientre.
El regreso está ahí y lo tuvo que recostar.

Pasó la otra puerta, la otra palma, las herraduras,
los naturales arroyos del espejo. Volvía a empezar.
Otra puerta… Su cabeza empuñó atrás el río.

&&&

Ver una hoja, igualarse a lupa de espalda;
recorrer, matinal, a tiento de gusano,
crujir las piedras de una nervadura, tozuda;
como cuando el caballo masca el grillo, suprimiendo

la lengua, pisándola con sus cascos, siguiéndola
con los clavos, basta lengua con clavos de olor.
Ver una hoja es sentir como alguien la envuelve
en la colcha de la boca del horno en ruinas.

La hoja viene al círculo hecho por la mano;
forma el gallo verde en la combustión piramidal,
gallito que no quiere ir a la cruz del círculo.

Su volverse a levantar es mero éxtasis de estilo,
empujón que enfatiza tronando en la veleta,
soltar piernas largas en el trasmundo decadente.

&&&

Que la otra persona se elucubre,
que el que no está pregunte por la alcoba,
que se eche a dormir el dormitante,
que rodea los sueños descifrados, y rencorice.

El que está olvidando el tajamar,
y el que no está clavando clavos de los míos.
El preguntón se hincha mareoso
y al preguntar entierra al apagavelas.

El que no está, está por guerra a la paloma,
y el componente del simposio, helado,
pues el péndulo afeita, elegantiza.

Que el pronunciado muerda el rebencazo;
el torniquete gamucine el cuello,
y el informante la moneda sople.

&&&

Por el fantasma escuece su príapo,
pintarrajea el soplo o relaja el suspirante,
sábanas de cuyas aguas salen cien carazas,
orejas destornilladas, nariz en esófago de rana,

ojos cruzados con cáscaras gomosas, pisados
por el galpón que tirabuzona bien su cuerpo.
Chapuzón al asombro, levanta ínclito las sábanas
y las cestas mueven su medioevo en carcajadas.

Por las colinas hinca sus marsupias con los cactus;
la enfilada hormiga león le envenena el éxtasis,
y brinca la calabaza, escondida en el lanzón.

La tierra llovida entinta los escudos,
la luz poblana rasga y firma el sabanón
y la milicia lee el pliego clavado en las tabernas.

&&&

Miraba y rompía como lince circular el no encuentro,
pero a veces reclamaba tropezar y conversar,
enumerando con tibieza la oscura cantidad
de cuerpos y jarras rotas y de maltrechos arcos.

La puerta por donde tú seguías entrando día y noche,
después me hablaba con calladas afirmaciones baritonales,
me decía la puerta que la compañía de hondura laberíntica,
tú la traías con tibieza criolla de alucinación y temblorosas manos.

Tus ojos están parados en dos pies como los estirados caballos
y tu manera de dividir las palabras como las migajas
que conservan la sustancia después que la casa se la llevó el humo.

El paréntesis de la pausa en que respiras,
se hace espeso para mí como el tictac de un saco
de arenas, pues mi vida se narra entre los cujes.

&&&

Tú sabías,
que el aroma de la piña era el vals del paladar;
que la reaparición del juglar era en un patio del Cerro;
que el ángel y la tortuga paseaban por nuestras azoteas
en el mediodía, con la transparencia espesa de la piscina
invadida de cuerpos intocables en su embriaguez,
pues podías haber pintado la Legión tebana o La retirada
de los diez mil, pero preferiste llevar a tus banquetes
nuestra novela de bolsillo, donde la dama con un mantecado
sombrerón y un lazo para los mosquitos,
lanza el mantel en las confusiones del naufragio.
Cuando la luna desciende a los infiernos
o enciende las plateadas chozas incaicas en las altas rocas,
el juglar tiembla al elevar una escalerilla de copas,
soplando la alfombra que volará tirada por halcones ciegos.
El ángel que salta asustado, como si saliese de un cascarón
vigila la ciudad donde pasas el invierno,
donde planchas tus corbatas con la receta del Doctor Fausto.
Tus banquetes donde el hijo del carnicero sirve la jarra
al monarca de incógnito, reconocible por su indiferencia
ante el pescado de ojeras babilónicas,
van recibiendo invitados, que surgen de un desfiladero,
escapados a las flechas de los persas minuciosos.
Parece decir:
las corbatas escocesas son un dije en la eternidad.
Pero dice:
la imaginación es una casa al lado del río,
y el río es la primera ley de lo visible invisible,
que no se transparenta hasta que el ángel
se zambulle uniendo sus manos, mordiendo la mejorana.
Cuando te mudas la ciudad habla por sus grietas,
pues las voces subterráneas te soplan sobre las nuevas pesadillas,
que las brisas aconsejan en tus ventanas desdoblables:
la que va de tu pincel a la granada de Deméter,
la que trae Orfeo huyendo de la amazonas.

&&&

Norma, que se devuelve a yerbazal lunado,
creciendo a torre de buey y ejemplar cuidado;
canon, entreabriendo el tricornio presuroso
y cerrándolo en triple basto de fuga ceremonial.

Ley llovida por los avances del claro de rey
y escampada regalando el escudo del mesón.
No podrá olvidarse con caracoles irónicos,
la firmeza de teja coralina que se empuña.

Métrico, buen instrumento le dio sus narices,
para el airecillo en pausas retruécano.
Su despertar saborea el tiempo medido.

…pues olvidando la oda navarra y el buen segurete,
se va acercando a criollo lasquear y a compaseo,
llevado al menear la cabeza y al brusco estar quieto.

&&&

Las varas y los duendes hablan, pero la armadura
sólo añade sombra, y no traspasan con el aliento
los cristales de cuarzo. Así hablan.
El sonido de la voz alcanza su arco con el sonido
que no se intenta asir, con la misma indiferencia del mensajero
que limpia su hebilla con aceite de nuez.
Llegaban anticipados y querían oír lo que no se dice,
su cimbreante arrogancia los llevaba a ponerse ellos
antes que el sonido. Entraban para asir el sonido
y la voz se les hacía indetenible como el murmullo.
Fingían que oían y ya no dejaban entrar, impidiendo
la errante seguridad de la luna, cuando entre la torre
del mastín y la torre de la garduña bautiza la llanura.
Aquí las do torres hacen perder el camino
a lomo de burlas y antifaz del cangrejo negro.
¿La voz puede asirse? ¿Las chispas de la armadura
pueden asir el sonido? Sensación final
del rocío: alguien está detrás.

&&&

Aguja de diversos

XIX

“Cuando el tercero, de rencorete, cada seis meses papirotea,
las paginitas de sumalele inflando ombligo de chilindrón,
y linfa cipriota de agua de balde cose que cose el pescozón,
que da un verso, infarto de otro y los sumandos de Jean Cochin
le dan cabida al inspirado de ojos papúa, ya convencido que cada libro
le lleva su baratura al anterior, en caldo y hueso, en sangre y señas.
Cada tres días cruza una raya de diagonal, el poemante del envidioma,
como en bahía cada tres días apean sacos de seconal
y el fumadero cubre de cal pared de dragonteada.
Oficinista del poeticantro bala la baba del signo de Aries.
Buen asistente de la lechera, dormido al teto,
pelea a la lanza con el ternero, jarrita en mano.
Tira que tira en el banquito, la rauda tinta, el tinterillo
y el abultajo le van trayendo cada seis meses
el fetocillo de escayolada con la pelambre ya sin fibrina.
Da vueltas al saco de campanadas,
lo que antes chilla, ahora susurra, las nutriciones de Fragonard;
lo que antes se tamizaba por la enramada, buen apetito pasivisón,
mece la rama un actor viejo de buey traidor,
quedado haciendo purgas con el cuaderno del sonetero capín capó.
Jorobadito, verde palucho, de rencorete, el viruelero,
tira la jaba al mismo sitio que otro llenó de peces de la estación.
Va con la jaba, tapado el vientre de frotaduras para alumbrar,
soñando en plata doble ración,
él escupía la jaba buena que Dios soltó
en los rincones de promisión”.
Esta proclama se dio en Viñales, cuando la visión se alzó sin la mirada
y el invisible adquiere forma sin pudrear en muy visible.

&&&

En el portal de la variada casa de la playa,
en la languidez del refrigerio verde transparente,
o en la primera noche cuando los tironeados muebles
sueñan sus gambas, alejados del afanoso
deseo de las comprobaciones lunares, sorprendemos,
lo que no sucede cuando paseamos la varilla
de nuestros tobillos por el níquel frío de los muebles
de la tropezada oficina, la precisión de los animalejos
-como si lo que alejamos en la ciudad retornara
con una carta de piel fruncida como la ciruela-,
que se dirigen a nosotros, desenvueltos y conversadores.
Descubrimos: que la araña no es un animal de Lautréamont,
sino del Espíritu Santo; que tiene apetito de hablar
con el hombre; que tiene el convencimiento de que la amistad
del hombre con el perro y el caballo ha sido inútil
y holandesamente controlada. Si se le dejara subir por las piernas,
no en los bordes de la pesadilla sino en el ancla matinal,
llegaría a los labios, comenzando su lenta habladuría secular.
El ámbito de la araña es más profundo que el del hombre,
pues su espacio es un nacimiento derivado, pues hacer
del ámbito una criatura transparenta lo inorgánico.
Simbólicamente la araña es el portero,
domina el preludio de los traspasos, las transmigraciones
y la primer metamorfosis, pues nada más posee
un sumergimiento visible y redondeado.
El cangrejo llega hasta el hombre, tiene la plausible
asimilación de las cortinas, la cama salpicada y el paredón.
Llega a la cama y se detiene, saborea la medianoche,
permanece inmóvil mientras el hombre ocupa su segundo
espacio. Posee el cangrejo el segundo sumergimiento,
ha penetrado más en la hostilidad, en la ruptura del reverso.
Cuando abandonamos nuestro caparazón playero,
finalizando las vulgares y danzadas estaciones,
se encuentra también al cangrejo retirándose por las artes
que prefieren el bullicio al oleaje, las móviles conversaciones
y la inmóvil sucesión de las aguas, sustituyéndose.
Si nos encontramos con el cangrejo en un cuadrado
de arena y el cangrejo nos presiona con su tenaza
de huesos, una energía se recorre por los círculos del hombre
y aumenta su tonalidad comunicante, sus hilillos
de radiaciones por el diafragma y el centro génito caudal.
Cuando el hombre ha soportado que es más profundo
el ámbito de la araña, tiene que recibir la otra
injuria: la rana respira mejor que él,
pues el aire le penetra hasta el temblor de las patas;
su cuerpo recibe con más delicadeza la caja de aire,
y transporta con más distinción de naturaleza cantidades de espacio.
Por eso la rana tiene la boca de la salida, parece
que alguien fuera a saltar de la boca de la rana.
La flexibilidad para el parimiento, por la cantidad de aire
que invade su cuerpo, le permite devolver al escondido.
La piel de la rana es para el escondite secular,
pues cuando le sale el cuerpo que le ocupa,
su piel de hoja marina devuelve los secretos
de las invasiones que había soportado, pues el cuerpo
que adelanta su boca demuestra que el sueño no ha destruido
el recuerdo de sus otros nacimientos y la espada jurada.

¿Ustedes saben quiénes han pasado por ahí?
Los dos enanos.

&&&

La rueda

Hombre untado de negro. Ojos rojos.
Está en la garita de centinela y mira en torno.
El cordero duerme en su cabellera.

Otro hombre con los dientes y los pìes
muy blancos y muy largos.
Tiene los cabellos como carbunclos.
Enloquece y piensa en los misterios eleusinos,
en cuclillas sobre un tapiz.
El toro reposa en la parte posterior de su cuello.

Una mujer que asciende, como un pájaro con cabeza de mujer.
Es muy calmosa al coser.
Pide gemas, quiere prole.
La sigue en su ascensión un espejo.
Una mujer detrás del brazo izquierdo.
Un hombre detrás del brazo derecho.

En su cabellera se ven tres flores rojas,
atravesadas por tres alfileres verdes.
Empuña un bastón de rama de tamarindo.
Bebe y canta con los marineros.
Aprieta entre los dos pechos y la garganta.

Se parece a un negro.
Trabaja en la Quinta del Ñato.
Horrible, lo desfigura el fastidio.
La carne y las frutas forman un líquido
indescifrable en su boca.
En la mano lleva una jarra
con el mismo líquido, vuelto transparente.

Está entre los dos pezones y el ombligo.
Cuando se despereza se extiende
de pecho a pecho.

Se ve ascender un hombre negro, está lleno de pelos.
Tiene tres tatuajes: uno, en la piel; otro, en la seda.
El tercero, en un manto rojo, que es el que usa
cuando porta un tintero negro.
Abre el libro, repasa lo que llega y lo que se va.
El sexo es la gruta marina del escorpión.

Vuelve un hombre con cara de caballo etrusco.
Lo envuelve un saco de fibra elemental.
Lleva un arco muy flexible.
Quiere cazar, pero el terreno es una salitrera.
Se sienta. Está de nuevo en la garita de la soledad.
Se siente otra vez muy fastidiado.
Pesa el vientre, lo que está dentro, oculto.
Lo que está fuera, repleto.
un platillo es para la noche.

La mujer que vuela, muy bella, está desnuda.
A sus pies, el círculo de una serpiente.
Se encuentra en el mar, pero se acerca a la tierra.
El escorpión como llave. Penetra en el sexo
y mata un hijo.

Asciende un hombre de color de oro.
Lleva dos ajorcas y en los brazos
dos pulseras de granadillo.
Hiere vestido con la corteza de la palmera.
Duerme en un trono rojo.
Flecha, retrocediendo hasta la muralla de los muertos.

Asciende de nuevo una mujer. Los ojos inmóviles.
Tiene el color de la calabaza.
Es
la misma que sabía coser.
Usa gemas de hierro.
Hunde los cuernos en los muslos.

Ahora es un hombre barbado, barbas coralinas.
Su cuerpo como los de un negro.
Muy ceremonioso, con su arco y sus flechas.
Lleva un saco lleno de piedras preciosas.
El agua que cae del cántaro,
se extiende por sus piernas.

De nuevo la mujer bella, blanquísima.
Se encuentra con un barco y su pecho
está cosido a los barandales de estribor.
Allí están la parentela y los amigos con vinajeras.
Llora y nada hacia la tierra.
Las dos piernas sobre dos pescados.

&&&

En la primera luna de las batallas,
transmitir al ojo el testimonio que anotaba,
el desinflado aliento escondido por los vacíos de la cerrada armadura.
Detrás de la armadura, ¿qué separaba la respirada agonía
de la extensiva muerte? La gravedad de los fluctuantes
y bruñidos hierros marcan la sutileza del recorrido aliento.
¿Qué separa la armadura del fantasma que le huyó?
Y si alguien duerme en aquel costillar ¿cómo sus sueños
podrán endurecer las orgullosas manchas de las nubes?
La batalla rasgaba de nuevo sus enumerativas crónicas
y el costoso jugo de sus variaciones se alejaba del río y la armadura.
La armadura de la muerte que ocupaba el primer término de la composición,
el testimonio del sobreviviente sólo registra la destreza
de la composición y el sitio donde la armadura recibe los más historiados reflejos;
abre la puerta del instante extrañado en el cristal extraído
de cenagosas corrientes y de los acuchillados saltos de la sangre innominada.
Recostada la armadura en bruscos sacos arenosos,
se ve la muerte como desinfladura, el pellejo
recostado en la armadura, adhiriéndose como tierra costera.

&&&

Como le pesa más al hombro izquierdo,
está allí, enredado en la reja de sus pies,
el idiota. Vuelve a su abecedario desleído,
agua con hilachas mareosas y cáscaras sedosas.
Este idiota está dañado, se entrega empujando
al revés, a los merengues corporales; babea
sobre el phalus impudicus, babea
sobre los manchones de la retrasada tosferina;
babea sobre las tumultuosas enmiendas de la plana.
La mosca huye a Terranova para evitar el babeo.
Bob, Bobby, La boba tiene cuenta corriente,
abre cuenta corriente, babea el billete
de pago por babear otro cuerpo.
No sabemos dónde está, La boba
escarba en los hormigueros coliflores.
El el tercer acto de Giraudoux,
en el servicio tiznado de marmolite granadino,
babea lentamente las excelencias de una sílaba,
o cubre en Le mouton sans fleur con baba de piedra
dos perdices rosadas con mandarina almendraleja.
“Oiga, usted se le parece tanto que le ordenamos
la siesta, oiga, oiga.”
Enreda con baba la filológica lectura
y pregunta por Iván Yusuf La Condamine.
Sobre su rostro el santón bosteza las nubes de sus parábolas.

&&&

Pertenecer a la tribu del Gato Montés
implica, a veces, el deseo de quedarse atrás,
siguiendo al doble línea que siguen las langostas.
La lluvia se encarniza y produce las variaciones
en la línea que conduce hasta la cueva.
Dañado en una pierna seguía el rastro
de las estinfálidas, de los otros hombres no dañados.
Las langostas le siguen mirando la humedad
de cobre que vuelve a rodar por la gruta de su boca.
Está dañado y sus pasos se vuelven sobre el círculo.
Si no puede ir muy lejos ¿por qué no penetra
en la caverna? Si tiene que trazar sus límites,
¿sus preferencias no han de escoger las hojas de la gruta?
En cada lluvia le persiguen de nuevo las langostas,
que suben y crecen por su altura y su vacío,
y el lagarto tintinea su bolsilla saboreando
la saliva del que sigue la línea hasta la gruta.
Está también cansado, pero no se detiene en la sonrisa,
sigue las líneas dobles donde suben y crecen las langostas,
y las hojas, que él ya no puede tocar, de aquella gruta.

———————-

Lezama Lima, José (La Habana, 1910-1976)


POEMAS NO PUBLICADOS EN LIBROS, Poesía completa,

Instituto del Libro, La Habana, 1970, págs. 403-455.
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Poemas

V

Con la inopinada mariposa, oscuros trazos,
un rápido norte le acomete las pestañas,
una corriente de aire le aclara los brazos.
No dejes la araña en el vitral, la dañas.

La sombrosa, la que se doblega, la de estambre
aventado por la enigmática mano abierta.
La escapada al cerrarse la puerta,
la sentada en las lentas emigraciones del hambre.

Llega rodando, son corpulentas las piezas de marfil,
de un murmullo sale la serpiente, enrosca
y palmotea la levedad sinuosa del alfil

que tras la bañera del ánade trisca.
No ves la corteza del bulto, acompañas.
No dejes la araña en el vitral, la dañas.

VI

La que acaricia teorías y le regala el perejil
al lácteo ensanche zodiacal del caracol.
La hundida al temblar las campanillas de abril,
la rota en la insistencia labial del girasol.

La alfombrada, la cabalgante, la decapitada,
la que se prolonga más allá de su corona de piña.
La azuzadora de los ramajes, la sonaja de la rapiña,
en la púrpura de las moscas y las letras fue escanciada.

No atolondres el inciso, sedeña la apostilla,
una oscura rotación de tinta y de ceniza.
Las enaguas en flor, la misma marisabidilla

que en la carcajada del hondero desriza
el pantalón relleno de arena. Ironiza,
están de humor la fresa destilada y el rabo de vulvilla.

VIII

Entra en la brecha a ver el inflexible,
rodeado de una caspa irritada de motines.
Vuelve a lo inerte, pero antes flameó tan inaudible
que su transparente apuntaló el acantil de los delfines.

Dichoso soy, me tachan y la brisa me atestigua;
ardí, pero me paseo leyendo en la otra empalizada.
El humo por los corredores, la otra pieza, la contigua,
donde está la napolitana del antifaz, en la panoplia escarranchada.

Es la almena doblada del castillo, el vozarrón,
mendaz la corva y el hilo hueco en la cohorte de Agamenón,
cambian la guardia y nadan para burlarse en los junquillos.

El rayo por la lanza, amanecen tenaces, confundidos.
En la terraza escarcha el patín de los huidos
y el mulato frío cierra los ojos y burila los dijes amarillos.

IX

La cofia y la ceniza, penetró en la galería, un búho.
El borrachón sochantre duerme en el vacío que ingurgita.
El búho y el sochantre, qué pecho, palotan el mismo dúo
y los peces ciegos fosforan su columnata a la lunita.

Cuídame usted las llaves, son tres, el empujón primero,
oscila el agua sobre el baúl que cierra las fronteras.
Cera la espalda mojada sobre el proverbio en el gotero,
que cae sobre el arpón de la ballena en el fanal de las neveras.

Arde la grasa y el resbalón me amiga con el suelo.
El resbalón me lleva a las cuatro hogueras contra el cielo.
Allí el tambor empieza –los hiperbóreos– por arañar el embozado.

La manta azafranada del manitú tiembla el ensalmo.
La foca aullando resbala por la piel de un cielo calmo,
pero cae como un bulto negro en los pasos medidos del atigrado.

El número uno

IV

Dime, pregúntame, susurra, di la brisa.
Se acerca su inconfundible:
¿qué has hecho en la mañana?
Mi cara cerrada en el centro de lo lívido,
y entonces ¿cómo estás del pecho?
¿Has tenido algún disgusto en el trabajo?
Te preocupas mucho, recuérdate de tu padre
que se murió tan joven,
ésas son las cosas que tienen importancia,
lo demás es pasajero, lo demás es poco,
muy poco, tan poco!
¿Cómo comprender, entonces, la infinita numeración de la muerte?
Cómo ella se pega al pez de cabeza resbalante,
a lo que se escapó antes de que el pañuelo se abriese.
El momento en que llega la muerte a la amistad,
aunque la amistad sigue su incesante caminata,
pero al llegar a la esquina una frase es de la muerte,
al discutir una palabra silbó la flecha de la muerte.
Cada uno de los amigos se queda en su casa con la muerte.
¿Y el amor? La manera de repasar una garganta
con los dientes o con la saliva fría que no dice
y se extiende como la astilla morada de las ruinas.
Cuando el día comienza con el amanecer de las abejas
o la noche se extiende para morder el mantel del mediodía,
es la mitad amistosa, la mitad y la sombra del amor,
los días suenan incompletos, las nubes sin sabor.
Pero un día la muerte recobra el absoluto de su oleaje,
y su ola lenta reina en la extensión de nuestra espalda,
entonces comprendemos que la amistad estaba muerta y el amor se extinguía.

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Hai kai en gerundio

El toro de Guisando
no pregunta cómo ni cuándo,
va creciendo y temblando.

¿Cómo?
Acariciando el lomo
del escarabajo de plomo,
oro en el reflejo de oro contra el domo.

¿Cuándo?
En el muro raspando,
no sé si voy estando
o estoy ya entre los aludidos
de Menandro.

¿Cómo? ¿Cuándo?
Estoy entre los toros de Guisando,
estoy también entre los que preguntan
cómo y cuándo.
Creciendo y raspando,
temblando.

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