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El palacio de los pingüinos

Estábamos en el zoo, en el palacio de los pingüinos, eran las cinco.

A él le gustaban las galerías subacuáticas

en las que sobra o falta realidad, con esa luz húmeda y azulada,

el aire químico y escaso y los ventanales del nautilus.

El pingüino muerto estaba hinchado y despellejándose,

con los ojos blanquecinos y opacos, oscilando con el movimiento

del agua. Parecía definitivamente feliz: el pico entreabierto

y las patas contraídas.

Estaba tan solo.

El vigilante de la boca enorme parecía contento con la muerte

del pingüino: ‘se ha muerto’, nos dijo con una enorme sonrisa.

El niño de la gorra verde, en cambio, estaba triste.

Y él: que necesitaba fotografiar enseguida al pingüino muerto.

Pensé que no tenía ni idea de lo que era necesitar: para

fotografiarlo de verdad habría hecho falta ser feliz y estar solo

y haberse muerto.

Seguramente, el niño triste de la gorra verde habría fotografiado

al pingüino mucho mejor que él: un globo deforme, blanco y negro,

flotando perdido en el cielo gris, solo y extrañamente satisfecho,

como si hubiese cumplido con todos sus deberes y pudiera, por fin,

descansar en paz.

Me dijo, no sé por qué: ‘la fotografía del pingüino era para ti’.

Entonces pensé que no la quería, que no lo quería:

que yo quería unas manos de hombre, una mirada de hombre,

una incomprensión de hombre.

 –

Todo eso que él nunca podría darme.

Me marché sin decirle nada, sin mirar atrás: se había muerto

como el pingüino y, si alguna vez lo recuerdo, está en mi memoria

hinchado y despellejándose, con el pico entreabierto y las patas

contraídas:

parece tan insatisfecho, tan definitivamente infeliz.

 

 

 

 

Paula Parcial

el palacio de los pingüinos

De Cazador de faisanes, R. y P. Parcial, ‘Las Parcialas’

Ediciones Inéditos Definitivos, Zaragoza, 2008

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

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