ray bradbury

siempre nos quedará parís

 

we’ll always have paris: stories
ray bradbury, 2009
traducción: miguel antón

 

Con amor a mi amigo de toda la vida
Donald Harkins,
que está enterrado en París

 

 

introducción: observar y escribir

 

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Los relatos que componen esta colección son la creación de dos personas: el yo que observa y el yo que escribe.
Estas dos personas que viven en mi interior lo han hecho bajo un letrero que ha colgado sobre mi máquina de escribir durante setenta años: No pienses, haz.

 

Ninguna de estas historias está meditada; todas ellas son explosiones o impulsos. A veces son grandes explosiones de ideas que no puedo resistir, otras pequeños impulsos persuadidos para crecer.

 

Mi favorito es «Massinello Pietro» porque me pasó hace mucho tiempo, cuando tenía veintipocos años y vivía de alquiler en el centro de Los Ángeles. Massinello Pietro era un amigo a quien intenté proteger de la policía y a quien ayudé cuando acudió al juzgado.
El cuento inspirado en esta amistad es básicamente fiel a la verdad y no tuve más remedio que escribirlo.

El resto de los relatos, uno tras otro, me los ha inspirado la vida, desde mi juventud hasta la mediana edad y estos últimos años. Todos y cada uno de ellos han sido una pasión. Los escribí porque tuve que hacerlo. Para mí escribir historias es como respirar. Observo: tengo una idea, me enamoro de ella y procuro no pensar mucho en ella. Luego escribo: procuro volcar la historia en el papel en cuanto tengo ocasión.

Tiene entre manos la obra de los dos seres vivos que viven bajo mi piel. Algunas de los cuentos le sorprenderán. Y eso está bien. Cuando se me ocurrieron, cuando pidieron nacer, muchos de ellos también me sorprendieron a mí. Procure no darles muchas vueltas, intente únicamente amarlos tanto como yo.

Son todo suyos.[/ezcol_1half] [ezcol_1half_end] [/ezcol_1half_end]

 

 

ray bradbury

agosto de 2008

 

massinello pietro

 

 

 

[ezcol_2third] 
Dio de comer a los canarios, a los gansos, a los perros y a los gatos. Después puso en marcha el oxidado fonógrafo y canturreó acompañando la sibilante Cuentos de los bosques de Viena:

 

La vida sube, la vida baja,
Pero, por favor, sonríe, ¡no suspires,
no frunzas las cejas!

 

Bailando, oyó al coche frenar ante su modesta tienda. Vio al hombre del sombrero gris mirar de arriba abajo el escaparate, leer el letrero que con letras grandes, azules y desiguales rezaba «EL COMEDERO. ¡Todo gratis! ¡Amor y caridad para todo el mundo!».
El hombre se detuvo a medio camino de la puerta abierta e inclinó el cuerpo.

 

–¿Señor Massinello Pietro?

Pietro, sonriente, asintió con teatralidad.

–Adelante. ¿Ha venido a arrestarme? ¿Quiere meterme en prisión?

El hombre consultó sus notas.

–¿También conocido como Alfred Flonn?

–Se quedó mirando los cascabeles de plata que lucía Pietro en las mangas.

–¡El mismo! –Los ojos de Pietro relampaguearon.

 

El hombre estaba incómodo. Miró alrededor de la estancia atestada de jaulas de pájaro y cajas. Los gansos entraron apresuradamente por la puerta trasera, le dirigieron una mirada furibunda y se marcharon por donde habían llegado. Cuatro loros parpadeaban ausentes en lo alto de sus perchas. Se oía el suave arrullo de dos loros inseparables. Tres perros salchicha hacían cabriolas a los pies de Pietro, esperando a que su amo hiciese ademán de acariciarlos. Llevaba en un hombro un mainate con pico en forma de banana, y en el otro
un pinzón cebra.

–¡Siéntese! –canturreó Pietro–. Estaba escuchando un poco de música, ¡es una buena manera de empezar el día! –Se apresuró hacia el fonógrafo y recolocó la aguja.

–Lo sé, lo sé.

–El hombre rió, intentando mostrarse tolerante–. Soy Tiffany y trabajo para el fiscal del distrito. Hemos recibido un montón de quejas. –Abarcó el interior de la tienda con un gesto–. Seguridad pública. Todos esos patos, los mapaches, las musarañas. Una zona poco adecuada, el vecindario erróneo. Va a tener que hacer limpieza.

–Ya van seis personas que me dicen lo mismo. –Pietro las contó orgulloso con los dedos–. Dos jueces, tres policías y el mismísimo fiscal del distrito.

–Hace un mes le avisaron de que tenía treinta días para poner fin a estas actividades o que afrontaría penas de cárcel –dijo Tiffany, imponiendo la voz al volumen de la música–. Hemos tenido mucha paciencia.

–Aquí el único paciente he sido yo –repuso Pietro–. He esperado a que el mundo aparcase su memez. He esperado a que cesaran las guerras. He esperado a que los políticos se mostraran honestos. He esperado, oh, la, la, la, a que los agentes inmobiliarios se comportaran como buenos ciudadanos. Pero ¡mientras espero, bailo! –Y ofreció una demostración a Tiffany.

–Pero ¡mire este lugar! –protestó Tiffany.

–¿No le parece estupendo? ¿Ve mi altar a la Virgen María? –Pietro lo señaló–. Y aquí, en la pared, una carta enmarcada del secretario del arzobispo, nada menos, alabando las cosas que he hecho en favor de los pobres. Hubo un tiempo en que fui rico, tenía propiedades, un hotel. Un hombre me arrebató todo eso, a mi mujer incluida, ay, hace veinte años. ¿Sabe qué hice? Invertí lo poco que me quedaba en perros, gansos, ratones y loros porque no cambian de opinión, son tus amigos para siempre. ¡También compré el fonógrafo, que nunca se pone triste y jamás deja de cantar!

–Ésa es otra –dijo Tiffany, torciendo el gesto–. Los vecinos se quejan de que a las cuatro de la madrugada, usted y el fonógrafo…

–¡La música es mejor que el agua y el jabón!

Tiffany cerró los ojos con fuerza y recitó el discurso que se conocía al dedillo.

–Si no saca usted de aquí todos estos conejos, el asno, los periquitos, todo, al atardecer, no habrá más remedio que llamar a la perrera.

El señor Pietro cabeceó en sentido afirmativo al son de cada palabra, sonriente, alerta.

–¿Qué delito he cometido? ¿Acaso he asesinado a alguien? ¿He dado una patada a un niño? ¿He robado el reloj de alguien? ¿No he pagado las letras de un crédito? ¿He bombardeado una ciudad? ¿He apretado el gatillo de un arma? ¿He contado una mentira? ¿He engañado a un cliente? ¿He dado la espalda al buen Dios? ¿He aceptado un soborno? ¿He fumado hierba? ¿Trafico con mujeres inocentes?

–No, claro que no.

–Entonces, dígame qué he hecho. Señálemelo, ponga la mano encima. Mis perros, son terribles, ¿eh? Y los pájaros, su canto es espantoso. Mi fonógrafo… Supongo que también eso lo es, ¿no? De acuerdo, métame en la cárcel y extravíe la llave. No nos separará.[/ezcol_2third] [ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]

 

 

La música alcanzó un espléndido crescendo, momento en que Pietro sumó su voz.

 

¡Tiffa-nero! ¡Atiende mi ruego!
Sonríe, hombre; atiende, hombre.
¿Por qué no ser amigos?

 

Los perros brincaron entre fuertes ladridos.

El señor Tiffany volvió al coche y se marchó.

Pietro sintió un dolor agudo en el pecho. Dejó de bailar sin dejar de sonreír. Los gansos entraron anadeando a la carrera y le picotearon los zapatos mientras permanecía de pie, inclinado, con la mano en el pecho.

 

A la hora de comer, Pietro destapó una olla de estofado húngaro casero. Hizo una pausa y se tocó el pecho, pero el dolor familiar había desaparecido. Al terminar de comer, fue a mirar por encima de la valla de madera que había en el patio trasero.

Allí estaba ella. Allí estaba la señora Gutiérrez, muy gorda, y con el vozarrón de una gramola, hablando con los vecinos que tenía en el patio contiguo.

 

–¡Encantadora dama! –voceó el señor Massinello Pietro–. ¡Esta noche me encarcelan! Acaba de ganar usted la guerra que ha librado. ¡Le entrego mi sable, mi corazón, mi alma!

La señora Gutiérrez recorrió pesadamente el patio de tierra.

–¿Qué? –dijo como si no pudiera verle u oírle.

–Ha hablado con la policía, la policía ha hablado conmigo, y yo me he partido de risa. –Gesticuló con la mano al tiempo que agitaba rápidamente los dedos–. ¡Espero que eso le haga muy feliz!

–¡Yo no he llamado a la policía! –protestó ella, indignada.

–Ay, señora Gutiérrez, ¡compondré una canción para usted!

–Habrán sido los demás –insistió ella.

–Y cuando hoy me lleven a la cárcel, le haré un regalo. –Inclinó la cabeza ante ella.

–¡Ya le he dicho que no he sido yo! –insistió ella–. Hay que ver cómo se ha puesto.

–Felicidades –dijo él con sinceridad–. Es la ciudadana más cívica que conozco. Toda la mugre, todo el ruido, todas las cosas diferentes tienen que desaparecer.

–¡Usted, usted! –gritó ella–. ¡Ay, usted! –No tuvo más palabras.

–¡Bailaré para usted! –canturreó él mientras volvía, bailando, al interior de su casa.

 

A última hora de la tarde se puso el pañuelo de seda roja en la cabeza y los enormes pendientes de oro, además del fajín rojo y el chaleco azul con ribete dorado. Se calzó los zapatos de hebilla y los calzones.

–¡Vamos allá! Un último paseo, ¿qué os parece? –propuso a los perros.

Salieron de la tienda, Pietro con el fonógrafo portátil bajo el brazo, torciendo el gesto por el peso, porque su estómago y su cuerpo llevaban maltrechos un tiempo y algo malo pasaba; no era capaz de levantar pesos con facilidad. Los perros caminaban a su lado, los periquitos chillaban como locos sobre sus hombros. El sol estaba bajo y el ambiente era fresco. Deseó buenas noches a todo el mundo, saludando con la mano.

Al alcanzar el puesto de hamburguesas, puso en marcha el fonógrafo sobre un taburete. La gente se volvió para mirarle cuando sumó su voz a la melodía y finalizó con una risotada. Chascó los dedos, flexionó las piernas, silbó con dulzura, los ojos cerrados, mientras la orquesta sinfónica surcaba los cielos junto a Strauss. Ordenó a los perros sentarse en fila mientras bailaba. Hizo que los periquitos dieran saltos en el suelo. Atrapó al vuelo las resplandecientes monedas de diez centavos que le arrojó la alarmada pero agradecida audiencia.

 

–¡Lárguese de aquí! –protestó el dueño del puesto de hamburguesas–. ¿Qué demonios se ha creído que es esto?, ¿la ópera?

–¡Gracias, amigos míos! –Los perros, la música, los periquitos y Pietro se adentraron en la noche entre el lejano y suave repicar de campanas.

 

En la esquina de una calle cantó al cielo, a las estrellas que asomaban y a la luna de octubre. Se alzó una brisa nocturna. Rostros sonrientes le miraban desde las sombras. De nuevo Pietro guiñó ojos, sonrió, silbó y giró sobre sí.

 

¡Los pobres, por caridad!
¡Ay, dulzura, ay, recato!

 

Y vio los rostros, las miradas. Vio las casas silenciosas, con su gente silenciosa. Y, en su canto, se preguntó por qué era la última persona que cantaba en el mundo. ¿Por qué nadie más bailaba, por qué no abrían la boca, pestañeaban o caminaban pavoneándose entre ademanes ostentosos? ¿Por qué el mundo era un lugar tan silencioso, tan callados los hogares, tan inexpresivas las caras? ¿Por qué la gente se limitaba a mirar en lugar de a bailar? ¿Por qué eran todos espectadores y él era el único artista? ¿Qué habían olvidado ellos que él siempre, siempre, recordaba? Sus casas, pequeñas y cerradas y silenciosas, insonoras. ¡Su casa, su comedero, su tienda… Diferentes! Llenos de chillidos, de batir de alas y del runrún del canto de los pájaros, puntuado por el susurro de las plumas y los murmullos de los pasos que anadeaban y por el pelaje y el quedo campanilleo de los animales que parpadeaban en la oscuridad. Su casa, con las velas votivas que la encendían y las imágenes de los santos que alzaban el vuelo, el brillo de los medallones.

 

El fonógrafo girando a medianoche, a las dos, a las tres, a las cuatro de la mañana, y él cantando, la boca bien abierta, abierto el corazón, los ojos prietos y el mundo apagado al otro lado; nada más que el sonido. Y ahí estaba ahora, entre las casas cuyas puertas se cerraban a las nueve, que dormían a las diez y no despertaban hasta después de haber disfrutado de un largo sueño a la mañana siguiente. Gente en las casas, a las puertas sólo les faltaba el adorno de una corona fúnebre.

 

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A veces, cuando pasaba por su lado, la gente recordaba por unos instantes. A veces entonaban una o dos notas, o seguían el ritmo con un pie, cohibidos, pero la mayor parte del tiempo el único movimiento que hacían al son de la música consistía en hundir la mano en el bolsillo en busca de una moneda de diez centavos.

 

«Una vez –pensó Pietro–, una vez tuve tantas monedas de diez centavos, tantos dólares, tanta tierra, tantas casas. Y todo lo perdí, y lloré hasta convertirme en estatua. Durante una larga temporada fui incapaz de moverme. Me habían convertido en un cadáver, me habían arrebatado, arrebatado todo. Y pensé que jamás permitiría que nadie volviera a matarme. Pero ¿cómo? ¿Qué poseo yo que pueda permitir que otros me arrebaten sin perjuicios? ¿Qué puedo dar que pueda conservar?».

Y la respuesta era, por supuesto, su talento.

«¡Mi talento! –pensó Pietro–. Cuanto más das, mejor es, más tienes. Quienes poseen talento deben pensar en el mundo».

 

Miró a su alrededor. El mundo estaba repleto de estatuas muy parecidas a la que él había sido. Había tantas que ya no podían moverse, que no podían siquiera echar a caminar hacia ningún lado, atrás, adelante, arriba o abajo, porque la vida los había aguijoneado, mordido y aturdido y golpeado hasta que adoptaron un silencio marmóreo. Entonces, si no podían moverse, alguien debía hacerlo por ellos. «Tú, Pietro, tienes que moverte –pensó–.

Además, al moverte no tienes que volver la vista atrás al lugar donde estabas,
o a lo que te pasó o a la estatua en la que te convertiste. Sigue corriendo y mantente tan ocupado como para poder compensar a todos los demás que, aun teniendo los pies sanos, han olvidado cómo correr. Corre entre los monumentos de sí mismos con pan y flores. Tal vez se muevan lo bastante para inclinarse, tocarlas y llevarse un pellizco de pan a la boca seca. Y si gritas y cantas es posible que puedan hablar de nuevo algún día, que algún día te acompañen cuando cantes. ¡Eh!, gritas, y ¡La la!, cantas, y bailas también, y al bailar cabe la posibilidad de que les crujan los dedos de los pies, que se contraigan, que se extiendan, que pasen a seguir el ritmo y tiemblen y llegue el día, mucho después, que, a solas en sus cuartos, gracias al hecho de que bailaras, ellos bailen a solas ante el espejo de su propia alma. Recuerda que hubo un día en que tú también estabas esculpido en hielo y piedra, como ellos, hecho para posar ante el cristal del acuario. Pero entonces gritaste y cantaste y tus entrañas y uno de tus ojos pestañeó. ¡Después pestañeó el otro! Luego aspiraste con fuerza y exhalaste un grito vital. Uno de tus dedos tembló, moviste un pie y te viste arrojado de cabeza a la explosión de la vida.

»Desde entonces, ¿has dejado de correr?

»jamás».

Entró en un edificio y dejó botellas de leche junto a puertas de extraños. Una vez fuera, dejó un billete doblado de un dólar en la taza levantada de un mendigo ciego, y lo hizo en un silencio tal que ni siquiera los dedos delgados del anciano repararon en la limosna. Pietro siguió corriendo, pensando: «Tiene vino en la copa, y ni siquiera lo sabe… ¡Ja! Pero ¡luego beberá!». Y corriendo con sus perros y sus pájaros aleteando en sus hombros, con los cascabeles cascabeleando en la camisa, puso flores al pie de la puerta de la anciana viuda Vilanazul, y de vuelta a la calle hizo una pausa en el escaparate de la panadería.

La propietaria de la panadería reparó en él, lo saludó y salió por la puerta con una rosca recién horneada en la mano.

–Amigo –dijo–. Ya querría yo tener su vigor.

–Señora –confesó él, dando un mordisco a la rosca mientras inclinaba la cabeza como gesto de agradecimiento–, ¡sólo el dominio de la mente sobre la materia me permite cantar! –Le besó la mano–. Adiós. –Inclinó el sombrero, dio unos pasos de baile y, de pronto, cayó redondo al suelo.

 

–Debería pasar uno o dos días más en el hospital.

–No, estoy consciente, y usted no puede ingresarme sin mi consentimiento –le recordó Pietro–. Debo volver a mi casa. Hay gente esperándome.

–De acuerdo –dijo el médico residente.

Pietro sacó del bolsillo los recortes de periódico.

–Mire esto. Son fotografías mías en el juzgado, con mis mascotas. ¿Están mis perros aquí? –gritó, preocupado de pronto, mirando como loco a su alrededor.

–Sí.

Los perros rebulleron bajo la camilla. Los periquitos miraban al residente cada vez que acercaba la mano al pecho de Pietro.

El médico leyó los recortes de prensa.

–Vaya, vaya, no está mal.

–Canté para el juez, ¡no pudieron impedirlo! –dijo Pietro con los ojos cerrados, disfrutando del viaje, del rumor, de la velocidad. Sacudió un poco la cabeza. El sudor que resbalaba por su rostro hizo que se le corriese el maquillaje, el pigmento negro que descendía ramificándose desde sus cejas y sienes, y que dejaba al descubierto el pelo blanco que había debajo. Sus brillantes mejillas se escurrieron como riachuelos, delatando su palidez. El rastro de color rosa retirado con algodón.

–¡Ya hemos llegado! –avisó el conductor.

–¿Qué hora es? –Cuando la ambulancia frenó y se abrieron de par en par las puertas traseras, Pietro tomó la muñeca del residente para echar un vistazo al reloj de oro–. ¡Las cinco y media! ¡No tengo mucho tiempo, están a punto de llegar!

–Tómeselo con calma, haga el favor. –El médico le ayudó a recorrer la calle sucia frente a El Comedero.

–Estupendo, estupendo –dijo Pietro, pestañeando. Pellizcó el brazo del residente–. Gracias.

Cuando se fue la ambulancia, abrió El Comedero y le invadió el cálido olor de los animales. Otros perros, bolas de lana, se acercaron a él para lamerle. Los gansos anadearon en su dirección, le picotearon los tobillos hasta que el dolor le hizo bailar, y acto seguido se alejaron anadeando al son de graznidos que eran como bocinazos.

Miró hacia la calle vacía. En cualquier momento. Sí, en cualquier momento. Tomó a los inseparables de las perchas. Afuera, en el patio oscuro, gritó vuelto hacia la reja:

–¡Señora Gutiérrez! –Cuando la mujer se situó bajo la luz de la luna, confió los loros inseparables a sus manos regordetas–. ¡Tenga, para usted, señora Gutiérrez!

–¿Cómo? –Miró con ojos entornados a los loros que tenía en las manos–. Ay, por favor –dijo, indefensa.

Le dio unas palmadas en el brazo.

–Sé que usted los tratará bien.

La puerta trasera de El Comedero se cerró con un portazo.

A lo largo de la siguiente hora regaló uno de los gansos a la señora Gómez, otro a Felipe Díaz, un tercero a la señora Florianna. Obsequió un loro al señor Brown, dueño de la tienda de alimentación que había calle arriba. Y confió a los perros, por separado, a niños que pasaban por delante de su negocio.

A las siete y media pasó un vehículo dos veces por delante de la puerta antes de detenerse. finalmente el señor Tiffany se acercó a la puerta y asomó por ella.

–Bueno –dijo–. Veo que se está librando de ellos. Ya se ha deshecho de la mitad, ¿eh? Puesto que está cooperando le daré una hora más. Buen chico.

–No –dijo el señor Pietro, de pie, mirando las cajas vacías–. No voy a dar ninguno más.

–Ya, pero mire usted. No querrá ir a la cárcel por estos pocos que quedan. Deje que mis hombres se lleven los que quedan…

–¡Enciérreme! –dijo Pietro–. ¡Estoy listo!

Se agachó para recoger el fonógrafo y cargarlo bajo el brazo. Se retocó el maquillaje en el espejo resquebrajado. El pigmento negro cubrió de nuevo sus canas, desaparecidas. El espejo flotó en el espacio, ardiente, deformado. Empezaba a perder la conciencia, los pies apenas en contacto con el suelo. Tenía fiebre y la boca pastosa. Se oyó decir: «Vamos».

Tiffany extendió los brazos, mostrándole las palmas de las manos, como si quisiera impedir que Pietro fuese a ningún lado. Pietro dobló las rodillas, tambaleándose. El último perro salchicha se enroscó alrededor de su brazo, como un neumático de bicicleta, lamiéndole con la lengua rosa.

–No puede llevarse al perro –le advirtió Tiffany, incrédulo.

–Aunque sólo sea a la comisaría, en el viaje en coche –pidió Pietro. Estaba cansado; le pesaba el cansancio hasta en los dedos, en las articulaciones, en el cuerpo, en la cabeza.

–De acuerdo –dijo Tiffany–. Dios mío, cómo nos dificulta las cosas.

Pietro salió del negocio, con el perro y el fonógrafo bajo los brazos. Tiffany tomó la llave que le tendió Pietro.

–Más tarde sacaremos a los animales –dijo.

–Gracias por no hacerlo en mi presencia –dijo Pietro.

Todo el mundo estaba en la la calle, observando. Pietro levantó al perro como quien acaba de ganar una batalla y crispó el puño en señal de victoria.

–¡Adiós, adiós! No sé adónde voy, pero ¡estoy en camino! Este hombre está muy enfermo, pero volveré. Allá voy –dijo, riendo y saludando con aspavientos.

Subieron al coche de la policía. Puso al perro a su lado y el fonógrafo sobre el regazo. Dio vueltas a la manivela. Al arrancar el vehículo, el fonógrafo tocaba Cuentos de los bosques de Viena.

Esa noche, a ambos lados de El Comedero, reinaba el silencio a la una de la mañana, reinó el silencio a las dos, y también lo hizo a las tres. Tal era el estruendoso silencio que había a las cuatro de la madrugada que todo el mundo permanecía incorporado en la cama, pestañeando. Escuchando.[/ezcol_2third_end]

 

 

 

 

 

 

 

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