raymond carver

 

short cuts

 

 

 

recolectores

 

 

[ezcol_2third] Estaba sin trabajo. Pero esperaba recibir noticias del norte de un momento a otro. Me había echado en el sofá y escuchaba la lluvia. De cuando en cuando me levantaba y miraba a través de la cortina para ver si venía el cartero.

No había nadie en la acera. Nada.

No llevaba echado ni cinco minutos cuando oí pisadas en el porche. Alguien llegaba a la puerta, esperaba unos segundos y llamaba. Me quedé quieto. Sabía que no era el cartero porque conocía sus pisadas. Nunca es mucha la prudencia cuando uno está sin trabajo y le llegan notificaciones por correo o por debajo de la puerta. Además vienen con ganas de hablar, en especial si no tienes teléfono.

Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez más fuerte (mala señal). Me incorporé un poco y traté de ver el porche. Pero quienquiera que fuese estaba justo detrás de la puerta (otra mala señal). Yo sabía que el piso crujía, así que ni siquiera podía deslizarme hasta el otro cuarto a mirar por la ventana.

Volvieron a llamar, y dije: ¿Quién es?

Soy Aubrey Bell, dijo un hombre. ¿Es usted el señor Slater?

¿Qué quiere?, dije desde el sofá.

Traigo algo para la señora Slater. Ha ganado un premio. ¿Está en casa?

La señora Slater no vive aquí, dije.

¿Usted es el señor Slater, entonces?, dijo el hombre. Señor Slater…, dijo, y estornudó.

Me bajé del sofá. Descorrí el cerrojo y entreabrí la puerta. Era un tipo mayor, gordo y corpulento, con gabardina. La lluvia le resbalaba por la gabardina y caía sobre el enorme artilugio con forma de maleta que traía.

Sonrió y dejó el trasto en el suelo. Me tendió la mano.

Aubrey Bell, dijo.

No le conozco, dije.

La señora Slater, empezó, la señora Slater rellenó una postal. Se sacó unas postales de un bolsillo interior y las estuvo barajando unos segundos. Slater, leyó. ¿South Sixth East, doscientos cincuenta y cinco? Pues ha resultado ganadora.

Se quitó el sombrero, asintió con solemnidad y se sacudió la gabardina con el sombrero como si eso fuera todo, como si todo estuviera resuelto, el viaje cumplido, el tren en su destino.

Aguardó.

La señora Slater no vive aquí, dije. ¿Qué ha ganado?

Se lo tengo que mostrar, dijo él. ¿Puedo pasar?

No sé… Si no es más que un momento, dije. Estoy muy ocupado.

Estupendo, dijo él. En primer lugar me quitaré la gabardina. Y los chanclos. No quisiera dejarle más pisadas en la alfombra. Veo que tiene usted alfombra, señor…

A la vista de la alfombra sus ojos se iluminaron, y luego volvieron a apagarse. Lo recorrió un escalofrío. Después se quitó la gabardina. La sacudió hacia el exterior y la colgó por el cuello en el pomo de la puerta. Ahí está bien, dijo. Un tiempo de perros, sí señor. Se agachó y se soltó los chanclos de goma. Dejó la maleta dentro. Se sacó los chanclos y entró en la casa en zapatillas.

Cerré la puerta. Me vio mirándole las zapatillas y dijo:

W. H. Auden iba en zapatillas cuando fue a China por primera vez, y no se las quitó en todo el viaje.

Me encogí de hombros. Eché otra mirada a la calle por ver si venía el cartero y cerré de nuevo la puerta.

Aubrey Bell se quedó mirando fijamente la alfombra. Hizo un gesto con los labios. Luego se echó a reír. Rió y sacudió la cabeza.

¿Qué le hace tanta gracia?, dije.

Nada. Santo Dios, dijo. Volvió a reír. Creo que estoy perdiendo el juicio. Creo que tengo fiebre. Se llevó una mano a la frente. Tenía el pelo enmarañado, y el sombrero le había dejado un surco alrededor de la cabeza.

¿Le parece que estoy caliente?, dijo. No sé. Puede que tenga fiebre. Seguía mirando la alfombra. ¿Tiene aspirinas?

¿Qué es lo que le pasa?, dije. Espero que no se me ponga enfermo aquí. Tengo cosas que hacer.

Negó con la cabeza. Se sentó en el sofá. Empezó a arañar la alfombra con la zapatilla.

Fui a la cocina, pasé agua a una taza, saqué dos aspirinas de un frasco.

Aquí tiene, dije. Creo que luego debe irse.

¿Habla en nombre de la señora Slater?, dijo como en un siseo. No, no, olvide lo que he dicho, olvídelo. Se secó la cara. Tragó las aspirinas. Sus ojos brincaron a un lado y a otro de la habitación desnuda. Luego se inclinó hacia adelante con cierto esfuerzo y abrió los cierres de la maleta. La maleta se abrió de golpe y dejó al descubierto una serie de divisiones con tubos flexibles, cepillos, tubos rígidos y brillantes, y una especie de pesado artefacto azul montado sobre unas ruedecitas. Se quedó mirándolo todo como con sorpresa. Quedamente, como si estuviera en una iglesia, dijo: ¿Sabe usted lo que es esto?

Me acerqué. Yo diría que es una aspiradora. No tengo intención de comprar nada, dije. No se piense que le voy a comprar una aspiradora.

Quiero mostrarle algo, dijo él. Sacó una postal del bolsillo de la chaqueta. Mire esto, dijo. Me tendió la postal. Nadie ha dicho que quiera usted comprar nada. Pero mire la firma. ¿Es o no es la firma de la señora Slater?

Miré la postal. La levanté y la puse a la luz. Le di la vuelta, pero el dorso estaba en blanco. ¿Y qué?, dije.

La postal de la señora Slater fue sacada al azar de una cesta de postales. Entre cientos de postales como ésta. Y ha ganado una limpieza completa y gratis, con espuma detergente incluida. Mrs. Slater es una de las ganadoras. Sin compromisos. Y le voy a aspirar también el colchón, señor… Le sorprenderá ver lo que puede acumularse en un colchón con los meses, con los años. Todos los días, todas las noches de nuestra vida vamos dejando briznas de nosotros mismos, pizcas de esto y lo otro que se quedan ahí. ¿Y adonde van estas briznas y pizcas? Pues pasan a través de las sábanas y se incrustan en el colchón. ¡Ahí es donde van! Y con las almohadas pasa exactamente lo mismo.

Había ido sacando tramos de tubo cromado y uniéndolos unos con otros. Acopló el tubo resultante al tubo flexible. Estaba de rodillas, y gruñía. Ajustó al extremo del tubo flexible una especie de pala plana y levantó el artefacto azul con ruedas.

Me dejó examinar el filtro que pensaba utilizar.

¿Tiene coche?, preguntó.

No, no tengo, dije. No tengo coche. Si lo tuviera le llevaría a alguna parte.

Qué lástima, dijo. Esta pequeña aspiradora viene provista de un cordón alargador de veinte metros. Si tuviera coche, se podría llevar la aspiradora rodando hasta la misma portezuela, y aspirar el piso de felpa y los asientos reclinables de lujo. Le sorprendería ver lo mucho de nosotros que perdemos, lo mucho de nosotros que se va acumulando en esos magníficos asientos a lo largo de los años.

Bell, dije, creo que será mejor que recoja sus cosas y se vaya. Y se lo digo sin la menor hostilidad por mi parte.

Pero él buscaba un enchufe. Encontró uno al lado del sofá. El aparato empezó a traquetear como si tuviera una canica dentro, o algo suelto, y luego el ruido amainó hasta convertirse en un zumbido.

Rilke pasó toda su vida adulta de castillo en castillo. Mecenas, dijo en voz alta por encima del zumbido de la aspiradora. Muy raras veces montaba en automóvil. Prefería los trenes. Y fíjese en Voltaire en Cirey con Madame Chátelet. Y en su mascarilla mortuoria. Qué serenidad. Levantó la mano derecha como si pensara que yo iba a disentir. No, no, me equivoco, ¿no es eso? No lo diga. Pero quién sabe. Acto seguido se dio la vuelta e hizo rodar la aspiradora hasta el otro cuarto.

Había una cama, una ventana. Las mantas estaban hechas un ovillo en el suelo. Encima del colchón, una almohada y una sábana. Quitó la funda de la almohada y luego, con suma ligereza, la sábana del colchón. Se quedó mirando el colchón y me dirigió una mirada por el rabillo del ojo. Fui a la cocina y cogí una silla. Me senté en el umbral y me puse a observarlo. En primer lugar comprobó la succión aplicándose la boquilla aspiradora contra la palma de la mano. Se agachó a girar un disco del aparato. Para una tarea como ésta hay que darle la máxima potencia, dijo. Volvió a probar la succión; luego estiró el tubo flexible hasta la cabecera de la cama y empezó a pasar la boquilla aspiradora por encima “del colchón. La boquilla se adhería y tiraba del colchón. El zumbido del aparato se hacía más fuerte. Dio tres pasadas al colchón, y apagó el aparato. Apretó una pequeña palanca y la tapa se abrió hacia arriba. Sacó el filtro. Este filtro es sólo para demostración ante el cliente. En el uso normal, todo esto, esta materia, iría a parar a la bolsa, aquí. Cogió una pizca de aquella suciedad entre los dedos. Debía de haber como una taza de ella.

Tenía en la cara aquella expresión suya…

No es mi colchón, dije. Me incliné hacia adelante en la silla y traté de mostrar interés por lo que hacía.

Ahora la almohada, dijo. Puso el filtro usado sobre el alféizar y miró por la ventana unos instantes. Se volvió. Quiero que sostenga este extremo de la almohada, dijo.

Me levanté y cogí la almohada por las puntas de un extremo. Me dio la sensación de que estaba cogiendo algo por las orejas.

¿Así?, dije.

Asintió con la cabeza. Fue hasta la otra habitación y vino con otro filtro.

¿Cuánto cuestan esos filtros?, dije.

Casi nada, dijo. Son de papel y un poco de plástico. No pueden costar mucho.

Puso en marcha con el pie el aparato, y yo así con fuerza la almohada mientras la boquilla se hundía en ella y se movía de extremo a extremo una, dos, tres veces. Apagó la aspiradora, quitó el filtro, lo mantuvo en alto sin decir media palabra. Luego lo puso sobre el alféizar, junto al otro. Luego abrió la puerta del armario ropero, pero dentro sólo había una caja de raticida.

Oí pisadas en el porche. La tapa del buzón se alzó y luego volvió a cerrarse. Nos miramos.

Hizo rodar la aspiradora y lo seguí hasta la otra habitación. Vimos que la carta descansaba sobre el anverso en la alfombra, junto a la puerta.

Hice ademán de ir hacia ella, me volví y dije: ¿Qué más? Se está haciendo tarde. Con la alfombra ésta, no merece la pena perder el tiempo. No es más que una alfombra de cuatro por cinco, de algodón y con base antideslizante, comprada en Rug City. No vale la pena perder el tiempo con ella.

¿Tiene un cenicero lleno?, dijo. ¿O una planta en un tiesto o algo parecido? Serviría también un puñado de tierra.

Encontré un cenicero. Lo cogió, esparció el contenido sobre la alfombra, pisó la ceniza y las colillas con la zapatilla. Volvió a arrodillarse y colocó un filtro nuevo. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre el sofá. Sudaba por las axilas. La grasa le desbordaba el cinturón. Desenroscó la boquilla y ajustó al tubo flexible otro dispositivo. Giró el disco regulador de la potencia. Puso en marcha el aparato y empezó a pasar la aspiradora de un lado a otro de la maltrecha alfombra. Dos veces hice ademán de ir a coger la carta. Pero él parecía que se me anticipaba, que me cortaba el paso, por así decir, con sus tubos y su pasar y repasar la alfombra…

Llevé la silla de nuevo a la cocina y me senté a ver cómo trabajaba. Al rato apagó la máquina, abrió la tapa y me trajo en silencio el filtro, rebosante de polvo, pelos y pequeñas partículas granulosas. Miré aquel filtro, y luego me levanté y lo eché al cubo de la basura.

Se puso a trabajar sin descanso. Nada de explicaciones. Entró en la cocina con una botella que contenía unos dedos de líquido verde. Puso la botella bajo el grifo y la llenó hasta arriba.

Sabrá que no puedo pagarle ni un centavo. No podría pagarle ni un dólar aunque mi vida dependiera de ello. Tendrá que contabilizarme como incobrable. Está perdiendo el tiempo conmigo, dije.

Quería dejarlo todo claro, sin malentendidos.

Él siguió con lo suyo. Ajustó otro dispositivo al tubo flexible, y se las arregló no sé cómo para acoplar la botella a tal dispositivo. Se movía despacio por la alfombra, y de cuando en cuando soltaba pequeños chorros de color esmeralda. Pasó la escobilla por toda la alfombra, levantando aquí y allá retazos de espuma.

Yo ya había dicho todo lo que tenía que decirle. Seguí sentado en la cocina, relajado ya, viéndole trabajar. De vez en cuando miraba la lluvia por la ventana. Empezaba a oscurecer. El hombre apagó la aspiradora. Estaba en un rincón, cerca de la puerta principal.

¿Le apetece un café?, dije.

Respiraba con fuerza. Se enjugó la cara.

Puse agua a hervir, y para cuando hube preparado dos tazas y lo tuve todo listo él había desmontado y metido en la maleta todos sus trastos. Entonces fue y cogió la carta. Leyó el nombre del destinatario y miró con detenimiento el del remitente. Dobló la carta en dos y se la metió en el bolsillo del pantalón. Yo seguí mirándole. Eso fue todo lo que hice. El café empezó a enfriarse.

Es para un tal señor Slater. Me ocuparé de ello. Dijo: Creo que no tomaré café. Será mejor que no pise la alfombra. Acabo de darle la espuma detergente.

Es cierto, dije. Luego dije: ¿Está seguro de que la carta es para él?

Se llegó al sofá a por su chaqueta. Se la puso y abrió la puerta principal. Seguía lloviendo. Se calzó los chanclos, se los ajustó, se puso la gabardina y volvió a mirar hacia el interior.

¿Quiere verla?, dijo. ¿No me cree?

No, sólo que me extraña, dije.

Bien, será mejor que me vaya, dijo. Pero siguió allí de pie. ¿Quiere o no quiere la aspiradora?

Miré la enorme maleta, ya cerrada y lista para seguir viaje.

No, dije, creo que no. Voy a dejar esta casa pronto. Lo único que haría sería estorbarme.

Muy bien, dijo, y cerró la puerta.

 

 

 

COLLECTORS

 

 

I was out of work. But any day I expected to hear from up north. I lay on the sofa and listened to the rain. Now and then I’d lift up and look through the curtain for the mailman.

There was no one on the street, nothing.

I hadn’t been down again five minutes when I heard someone walk onto the porch, wait, and then knock. I lay still. I knew it wasn’t the mailman. I knew his steps. You can’t be too careful if you’re out of work and you get notices in the mail or else pushed under your door. They come around wanting to talk, too, especially if you don’t have a telephone.

The knock sounded again, louder, a bad sign. I eased up and tried to see onto the porch. But whoever was there was standing against the door, another bad sign. I knew the floor creaked, so there was no chance of slipping into the other room and looking out that window.

Another knock, and I said, Who’s there?

This is Aubrey Bell, a man said. Are you Mr. Slater?

What is it you want? I called from the sofa.

I have something for Mrs. Slater. She’s won something. Is Mrs. Slater home?

Mrs. Slater doesn’t live here, I said.

Well, then, are you Mr. Slater? the man said. Mr. Slater … and the man sneezed.

I got off the sofa. I unlocked the door and opened it a little. He was an old guy, fat and bulky under his raincoat. Water ran off the coat and dripped onto the big suitcase contraption thing he carried.

He grinned and set down the big case. He put out his hand.

Aubrey Bell, he said.

I don’t know you, I said.

Mrs. Slater, he began. Mrs. Slater filled out a card. He took cards from an inside pocket and shuffled them a minute. Mrs. Slater, he read. Two-fifty-five South Sixth East? Mrs. Slater is a winner.

He took off his hat and nodded solemnly, slapped the hat against his coat as if that were it, everything had been settled, the drive finished, the railhead reached.

He waited.

Mrs. Slater doesn’t live here, I said. What’d she win?

I have to show you, he said. May I come in?

I don’t know. If it won’t take long, I said. I’m pretty busy.

Fine, he said. I’ll just slide out of this coat first. And the galoshes. Wouldn’t want to track up your carpet. I see you do have a carpet, Mr.…

His eyes had lighted and then dimmed at the sight of the carpet. He shuddered. Then he took off his coat. He shook it out and hung it by the collar over the doorknob. That’s a good place for it, he said. Damn weather, anyway. He bent over and unfastened his galoshes. He set his case inside the room. He stepped out of the galoshes and into the room in a pair of slippers.

I closed the door. He saw me staring at the slippers and said, W. H. Auden wore slippers all through China on his first visit there. Never took them off. Corns.

I shrugged. I took one more look down the street for the mailman and shut the door again.

Aubrey Bell stared at the carpet. He pulled his lips. Then he laughed. He laughed and shook his head.

What’s so funny? I said.

Nothing. Lord, he said. He laughed again. I think I’m losing my mind. I think I have a fever. He reached a hand to his forehead. His hair was matted and there was a ring around his scalp where the hat had been.

Do I feel hot to you? he said. I don’t know, I think I might have a fever. He was still staring at the carpet. You have any aspirin?

What’s the matter with you? I said. I hope you’re not getting sick on me. I got things I have to do.

He shook his head. He sat down on the sofa. He stirred at the carpet with his slippered foot.

I went to the kitchen, rinsed a cup, shook two aspirin out of a bottle.

Here, I said. Then I think you ought to leave.

Are you speaking for Mrs. Slater? he hissed. No, no, forget I said that, forget I said that. He wiped his face. He swallowed the aspirin. His eyes skipped around the bare room. Then he leaned forward with some effort and unsnapped the buckles on his case. The case flopped open, revealing compartments filled with an array of hoses, brushes, shiny pipes, and some kind of heavy-looking blue thing mounted on little wheels. He stared at these things as if surprised. Quietly, in a churchly voice, he said, Do you know what this is?

I moved closer. I’d say it was a vacuum cleaner. I’m not in the market, I said. No way am I in the market for a vacuum cleaner.

I want to show you something, he said. He took a card out of his jacket pocket. Look at this, he said. He handed me the card. Nobody said you were in the market. But look at the signature. Is that Mrs. Slater’s signature or not?

I looked at the card. I held it up to the light. I turned it over, but the other side was blank. So what? I said.

Mrs. Slater’s card was pulled at random out of a basket of cards. Hundreds of cards just like this little card. She has won a free vacuuming and carpet shampoo. Mrs. Slater is a winner. No strings. I am here even to do your mattress, Mr.… You’ll be surprised to see what can collect in a mattress over the months, over the years. Every day, every night of our lives, we’re leaving little bits of ourselves, flakes of this and that, behind. Where do they go, these bits and pieces of ourselves? Right through the sheets and into the mattress, that’s where! Pillows, too. It’s all the same.

He had been removing lengths of the shiny pipe and joining the parts together. Now he inserted the fitted pipes into the hose. He was on his knees, grunting. He attached some sort of scoop to the hose and lifted out the blue thing with wheels.

He let me examine the filter he intended to use.

Do you have a car? he asked.

No car, I said. I don’t have a car. If I had a car I would drive you someplace.

Too bad, he said. This little vacuum comes equipped with a sixty-toot extension cord. If you had a car, you could wheel this little vacuum right up to your car door and vacuum the plush carpeting and the luxurious reclining seats as well. You would be surprised how much of us gets lost, how much of us gathers, in those fine seats over the years.

Mr. Bell, I said, I think you better pack up your things and go. I say this without any malice whatsoever.

But he was looking around the room for a plug-in. He found one at the end of the sofa. The machine rattled as if there were a marble inside, anyway something loose inside, then settled to a hum.

Rilke lived in one castle after another, all of his adult life. Benefactors, he said loudly over the hum of the vacuum. He seldom rode in motorcars; he preferred trains. Then look at Voltaire at Cirey with Madame Châtelet. His death mask. Such serenity. He raised his right hand as if I were about to disagree. No, no, it isn’t right, is it? Don’t say it. But who knows? With that he turned and began to pull the vacuum into the other room.

There was a bed, a window. The covers were heaped on the floor. One pillow, one sheet over the mattress. He slipped the case from the pillow and then quickly stripped the sheet from the mattress. He stared at the mattress and gave me a look out of the corner of his eye. I went to the kitchen and got the chair. I sat down in the doorway and watched. First he tested the suction by putting the scoop against the palm of his hand. He bent and turned a dial on the vacuum. You have to turn it up full strength for a job like this one, he said. He checked the suction again, then extended the hose to the head of the bed and began to move the scoop down the mattress. The scoop tugged at the mattress. The vacuum whirred louder. He made three passes over the mattress, then switched off the machine. He pressed a lever and the lid popped open. He took out the filter. This filter is just for demonstration purposes. In normal use, all of this, this material, would go into your bag, here, he said. He pinched some of the dusty stuff between his fingers. There must have been a cup of it.

He had this look to his face.

It’s not my mattress, I said. I leaned forward in the chair and tried to show an interest.

Now the pillow, he said. He put the used filter on the sill and looked out the window for a minute. He turned. I want you to hold onto this end of the pillow, he said.

I got up and took hold of two corners of the pillow. I felt I was holding something by the ears. Like this? I said.

He nodded. He went into the other room and came back with another filter.

How much do those things cost? I said.

Next to nothing, he said. They’re only made out of paper and a little bit of plastic. Couldn’t cost much.

He kicked on the vacuum and I held tight as the scoop sank into the pillow and moved down its length—once, twice, three times. He switched off the vacuum, removed the filter, and held it up without a word. He put it on the sill beside the other filter. Then he opened the closet door. He looked inside, but there was only a box of Mouse-Be-Gone.

I heard steps on the porch, the mail slot opened and clinked shut. We looked at each other.

He pulled on the vacuum and I followed him into the other room. We looked at the letter lying face down on the carpet near the front door.

I started toward the letter, turned and said, What else? It’s getting late. This carpet’s not worth fooling with. It’s only a twelve-by-fifteen cotton carpet with no-skid backing from Rug City. It’s not worth fooling with.

Do you have a full ashtray? he said. Or a potted plant or something like that? A handful of dirt would be fine.

I found the ashtray. He took it, dumped the contents onto the carpet, ground the ashes and cigarets under his slipper. He got down on his knees again and inserted a new filter. He took off his jacket and threw it onto the sofa. He was sweating under the arms. Fat hung over his belt. He twisted off the scoop and attached another device to the hose. He adjusted his dial. He kicked on the machine and began to move back and forth, back and forth over the worn carpet. Twice I started for the letter. But he seemed to anticipate me, cut me off, so to speak, with his hose and his pipes and his sweeping and his sweeping.…

I took the chair back to the kitchen and sat there and watched him work. After a time he shut off the machine, opened the lid, and silently brought me the filter, alive with dust, hair, small grainy things. I looked at the filter, and then I got up and put it in the garbage.

He worked steadily now. No more explanations. He came out to the kitchen with a bottle that held a few ounces of green liquid. He put the bottle under the tap and filled it.

You know I can’t pay anything, I said. I couldn’t pay you a dollar if my life depended on it. You’re going to have to write me off as a dead loss, that’s all. You’re wasting your time on me, I said.

I wanted it out in the open, no misunderstanding.

He went about his business. He put another attachment on the hose, in some complicated way hooked his bottle to the new attachment. He moved slowly over the carpet, now and then releasing little streams of emerald, moving the brush back and forth over the carpet, working up patches of foam.

I had said all that was on my mind. I sat on the chair in the kitchen, relaxed now, and watched him work. Once in a while I looked out the window at the rain. It had begun to get dark. He switched off the vacuum. He was in a corner near the front door.

You want coffee? I said.

He was breathing hard. He wiped his face.

I put on water and by the time it had boiled and I’d fixed up two cups he had everything dismantled and back in the case. Then he picked up the letter. He read the name on the letter and looked closely at the return address. He folded the letter in half and put it in his hip pocket. I kept watching him. That’s all I did. The coffee began to cool.

It’s for a Mr. Slater, he said. I’ll see to it. He said, Maybe I will skip the coffee. I better not walk across this carpet. I just shampooed it.

That’s true, I said. Then I said, You’re sure that’s who the letter’s for?

He reached to the sofa for his jacket, put it on, and opened the front door. It was still raining. He stepped into his galoshes, fastened them, and then pulled on the raincoat and looked back inside.

You want to see it? he said. You don’t believe me?

It just seems strange, I said.

Well, I’d better be off, he said. But he kept standing there. You want the vacuum or not?

I looked at the big case, closed now and ready to move on.

No, I said, I guess not. I’m going to be leaving here soon. It would just be in the way.

All right, he said, and he shut the door.[/ezcol_2third][ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]

 

 

 

 

 

 

Short Cuts: Selected Stories

Raymond Carver, 1993

Traducción de Jesús Zulaika

 

 

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