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Por la proximidad y tal vez por la resolución de la foto, vemos a Rianne con un exceso de realidad.
Tiene el rostro y la negra cabellera y el cuello mojados de sudor, y la piel rosada hacia rojiza, enrojecida,
eritematosa, quizá del sol o de un intenso esfuerzo.
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Nos mira con neutralidad con esos prodigiosos dispositivos oculares de diafragma verde, como si
su mirada y la nuestra se encontraran a medio camino entre ella y nosotros, y allí mismo se detuvieran
a olfatearse, pero sin contar con ella ni con nosotros: libremente.
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Y los labios, que se le entreabren de forma natural, espontánea, quizá por la presión de los dientes
o por la musculatura de los alrededores.
Qué oscuros los párpados, qué negras las cejas. Y los cabellos que le serpentean y le despeinan
la frente y el pómulo y la sien.
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La nariz es proporcionada, de vertientes suaves y surcos bonitos como las curvas de un caracol.
Y la oreja, el pabellón auricular, y la textura pintada de los labios, y los músculos del cuello con
sus inserciones, y la prominencia de la clavícula. Es un prodigio, un prodigio con exceso de realidad.
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