Rianne nos mira con una expresión ambigua, no sabemos si es, simplemente, que mira así,

como frunciendo el ceño, o si su mirada contiene algo de molesta extrañeza, de curiosidad o

displicencia. Está sometida a algunas disciplinas de la belleza o de la elegancia, como los zapatos

de tacón alto o la falda estrecha, de tubo, por debajo de las rodillas, que viene a ser como si le

hubiesen atado corto las piernas a dos.

A pesar de las incomodidades, Rianne se mantiene erguida de torso, esbelta de figura, levantada

de barbilla. Tal vez esté, sin más, en su estatura humana, distraídamente, dando y no dando importancia

a las cosas, que es la actitud que tal vez corresponde a su elegancia, a su estilo, a su enorme clase.

No sabemos si está viviendo la vida en bruto, con todos los grifos abiertos y un deseo zulú entre

el corazón y las tetas, o si está, más bien, viviendo en neto, contando los milímetros y los milígramos,

evaluando, sopesando su destino y sus energías íntimas.

A veces, en ocasiones, la misma vida nos pone en situaciones extrañas o difíciles o absurdas o

innecesarias: a veces es más fácil vivir en la mentira, a veces conviene pensar solamente en el color

del dinero.

O llevar una vida gris, gris, gris, de forma que, si nos volviéramos a encontrar con nosotros mismos,

ni siquiera nos reconociéramos.

Rianne lleva naturalmente los labios desabrochados, porque a lo largo y a lo ancho y a lo espeso,

tiene más labios que boca: es una proporción prodigiosa, un pequeño espectáculo de belleza.

Ahí la tenemos, como midiendo la plaza sin sacar los pies, al hilo, entre la vela y el velamen. Es una mujer

que tiene sangre y sabe buscar la salida natural o, si conviene, la salida contraria, llegando casi siempre

y sin descomponer la figura.

Sabemos con certeza que Rianne es humana, sólida y real porque hace sombra en la chapa roja y

blanca del coche: es un alivio.

 

 

 


 

 

 

 

 

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