JEAN-PAUL SARTRE

BAUDELAIRE

 

EDITORIAL  LOSADA , S.A.

BUENOS AIRES

BIBLIOTECA DE ESTUDIOS LITERARIOS

Traducción de AURORA BERNÁRDEZ

(TERCERA EDICIÓN)

 

A JEAN GENET

 

 

Es poco decir que adivina su proyecto antes de concebirlo: prevé y mide su sorpresa, corre tras su propio asombro sin alcanzarlo nunca. Baudelaire es el hom­bre que ha elegido verse como si fuera otro; su vida no es sino la historia de este fracaso.

Pues a despecho de los ardides que enumeraremos en seguida y que tejieron la figura que Baudelaire adoptó a nuestros ojos para siempre, él bien sabe que su famosa mirada no es sino una con el objeto mi­rado, que no llegará jamás a una posesión verdadera de sí mismo, sino tan sólo a esa lánguida degustación que caracteriza al conocimiento reflexivo. Se hastía, y este Hastío, “extraña afección que es la fuente de todas [sus] enfermedades y de todos [sus] miserables progresos” no es un accidente ni, como lo afirma a veces, el fruto de su “incuriosidad” aburrida: es el “puro tedio de vivir” de que habla Valéry, es el gusto que el hombre necesariamente tiene de sí mismo, el sabor de la existencia.

Je suis un vieux boudoir plein de roses fanées

Où gît tout un fouillis de mudes surannées

Oü les pastels plaintifs et les pales Boucher,

Seuls, respirent l’odeur dun parfum débouché.

Poema en prosa. Le joueur généreuz. Ed. Conard, pág. 105

[‘Soy un viejo gabinete lleno de rosas marchitas

donde yace una maraña de modas anticuadas,

donde los pasteles las­timeros y los pálidos Boucher,

solos, respiran el olor de un perfume destapado/]

Este olor débil, que sale de un frasco destapado, no obstante obsesivo, apenas percibido y suave, terri­blemente presente, es el mejor símbolo de la existencia para sí de la conciencia; también el tedio es un sentimiento metafísico, el paisaje interior de Baude­laire y la materia eterna de que están hechas sus alegrías, sus furores y sus penas. Y este es un nuevo avatar: obsedido por la intuición de su singularidad formal, comprendió que esta era la suerte de cada uno; entonces se empeñó por el camino de la lucidez para descubrir su naturaleza singular y el conjunto de rasgos que podían tornarlo en el más irreempla­zable de los seres; pero no encontró en el camino su rostro particular, sino los modos indefinidos de la conciencia universal. Orgullo, lucidez, tedio, sólo son uno: en él, y a su pesar, es la conciencia de todos y la de cada uno lo que se capta y se reconoce.

Ahora bien; la conciencia se aprehende primero en su entera gratuidad, sin causa y sin objeto, in­creada, injustificable, sin otro título para la existen­cia que el solo hecho de que ya existe. No podría en­contrar fuera de si pretextos, excusas o razones de ser, pues nada puede existir para ella si primero no lo hace consciente, nada tiene otro sentido que el que ella quiere concederle. De ahí en Baudelaire la tan profunda intuición de su inutilidad. Veremos un poco más adelante que la obsesión del suicidio es para él un medio de proteger su vida más bien que de ponerle término. Pero si tantas veces ha podido encarar el suicidio, es porque se sentía un hombre de más:

«Me mato —escribe en su famosa carta de 1845—, porque soy inútil a los demás y peligroso para mí mismo.

Y no ha de creerse que se siente inútil porque es un joven burgués sin profesión, todavía mantenido, a los veinticuatro años, por su familia. Más bien es lo contrario: si no ha adoptado profesión, si se ha des­interesado de antemano de toda empresa, es porque ha medido su inutilidad radical. En otras épocas es­cribirá, orgullosamente esta vez: “Ser un hombre útil siempre me ha parecido algo muy horrible”, Pero la contradicción procede de los cambios de humor: ya se acuse o se alabe, lo que cuenta es ese desprendi­miento constante y como originario. Aquel que quie­re ser útil sigue al revés el camino de Baudelaire: va del mundo a la conciencia, parte de algunos só­lidos principios políticos o morales que tiene por ab­solutos y se comete a ellos primero; sólo se considera a sí mismo, alma y cuerpo, como cierta cosa en medio de las demás, sometida a reglas que no ha encontrado por sí solo, como un medio de realizar cierto orden.

Pero si primero se ha degustado hasta la náusea esta conciencia sin ton ni son, que debe inventar las le­yes a las cuales quiere obedecer, la utilidad pierde toda significación; la vida ya no es sino un juego, el hombre debe escoger él mismo su objeto, sin man­dato, sin preaviso, sin consejo, Y quien ha advertido una vez la verdad de que no hay otro fin, en esta vida, que el que uno se ha propuesto deliberadamen­te, ya no tiene tantas ganas de buscárselo.

La vida, escribe Baudelaire, sólo tiene un encan­to verdadero: el encanto del juego. Pero, ¿y si nos es indiferente ganar o perder? Para creer en una em­presa hay que lanzarse a ella de antemano, interro­garse sobre los medios de llevarla a buen término, no sobre su fin. Para quien reflexiona, toda empresa es absurda: Baudelaire se ha empapado en esta ab­surdidad. De golpe, por una nadería, un chasco, una fatiga, descubre la soledad infinita de esa conciencia «vasta como el mar” que es la conciencia y con­ciencia a la vez, comprende su incapacidad para en­contrar límites, señales, consignas fuera de ella. En­tonces se torna flotante, se deja sacudir por esas olas monótonas; en lino de esos estados, escribe a su madre:

«.., lo que siento es inmenso desánimo, una sen­sación de aislamiento insoportableuna ausencia total de deseos, una imposibilidad de encontrar cualquier diversión. El extraño éxito de mi libro y los odios que ha provocado me interesaron poco tiempo y después volví a caer».

 

Es lo que él mismo llama su pereza. Que tiene un aspecto patológico, de acuerdo. Que se parece muchísimo a ciertos trastornos de los que Janet ha re­unido bajo el nombre de psicastenia, también lo creo, Pero no olvidemos que los enfermos de Janet, merced a su estado, tienen a menudo intuiciones metafísicas que el hombre normal se empeña en ocultar. El mo­tivo y el sentido de esta pereza es que Baudelaire no puede “tomar en serio” sus empresas: demasiado ve que jamás se encuentra lo que en ellas se ha puesto.

Sin embargo, hay que obrar. Si por una parte es el cuchillo, la pura mirada contemplativa que ve des­filar abajo las olas presurosas de la conciencia re­fleja, es también al mismo tiempo la herida, la se­rie misma de las olas. Y si su posición reflexiva es en sí disgusto de la acción, por abajo, en cada una de las pequeñas conciencias efímeras que refleja, es acto, proyecto, esperanza. De modo que no ha de con­cebírselo como un quietista, sino más bien como una sucesión infinita de empresas instantáneas, inmedia­tamente desarmadas por la mirada reflexiva, como un mar de proyectos que mueren apenas aparecen, como una perpetua espera, un perpetuo deseo de ser otro, de estar en otra parte. Y no me refiero aquí tan sólo a esos expedientes innumerables mediante los cuales intenta nerviosa, precipitadamente, retardar un pagaré, arrancar unos centavos a su madre, un an­ticipo a Ancelle, sino también a esos proyectos lite­rarios que arrastró veinte años consigo, obras de teatro, críticas, Mon coeur mis à nu, sin llevarlos nunca a término.

La forma de su pereza es a veces el em­botamiento, pero con más frecuencia una agitación febril, estéril, que se sabe vana y envenenada por una lucidez implacable; su correspondencia nos lo muestra como una hormiga que, obstinada en trepar una pared, sin tregua cae y vuelve a subir. Es que nadie como él conoció la inutilidad de sus esfuerzos. Si obra es, él mismo lo dice, por explosión, por sa­cudida, cuando logra durante un minuto, engañar su lucidez.

“Hay naturalezas puramente contemplativas y absolutamente impropias para la acción que, sin embargo, bajo un impulso misterioso y desconocido, obran a veces con una rapidez de la que ellas mismas se hubieran creído incapaces… {esas almas] inca­paces de realizar las cosas más simples y más ne­cesarias, encuentran en cierto momento un coraje de lujo para ejecutar los actos más absurdos y a me­nudo los más peligrosos”.

Esos actos del momento los da especialmente co­mo «actos gratuitos”. Son francamente inútiles, hasta tienen con frecuencia un carácter destructor. Y hay que apresurarse a realizarlos, antes del regreso de la mirada que lo envenena todo. De ahí ese lado im­perioso y precipitado de las cartas a su madre:

¡Me veo obligado a ir rápido, tan rápido!

Se exalta contra Ancelle, su cólera es terrible, es­cribe cinco cartas a su madre en el mismo día y una sexta al día siguiente por la mañana. En la primera no habla de nada menos que de abofetearlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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