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Federico y el Arcángel

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Hubo un momento en que el piano estuvo a punto de devorar a Federico García Lorca, que necesita irse a Nueva York para hacer astillas todos los pianos de la poesía, de la canción, de la copla, dándonos así una poesía hecha de cosas rotas y de músicas inútiles, porque él se preparaba para “señorito satisfecho” (Ortega), y sólo cuando empezaron a opinarle de eso el poeta comprendió que la luna más trágica la llevaba dentro y que la sangre era su única música. Y el arcángel.
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Andalucía es lírica en sí y da poetas con cierta naturalidad, pero eso es lo que ha perdido a algunos, a muchos: la naturalidad. La expresión del yo profundo, que no es de ningún sitio, da una voz ronca de soledad al verdadero poeta, y esa voz la encontraría pronto el granadino, pasando ya de largo, como un nadador sonámbulo, por entre todo el tiburonaje de aquella época excesiva de pianos. El Romancero gitano, con toda su familia detrás, jondos y faralaes, no es, empero, una entrega a la zambra, sino que está escrito ya sobre una caligrafía anterior, gongorina y surrealista, donde el coñac de las botellas se disfraza de noviembre y el Camborio se muere de perfil. El chico que encuentra estas imágenes es que tiene ya sus lecturas europeizadas, ha vibrado en la cuerda surrealista y sabe que después del tiempo de la música viene el timpo de la palabra, de la metáfora, y que todo lo puede decir sin fondo de guitarra dormida. Su necesidad de decir estaba más cerca de Rimbaud que de la Alhambra, con perdón.
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La historia de Lorca es la historia de un granadino que se quiere desgranadizar, no por nada sino porque en la Residencia de Estudiantes están Dalí y Buñuel descubriendo nuevas realidades, expresando el siglo con el espanto y dejando que la poesía gotee de la prosa, y no a la inversa. Cuando, pasado el tiempo, Lorca vuelve al Tamarit, el paisaje inicial se le ha vuelto sombrío y todo se lo dice la edad con caligrafías de ceniza.
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El duelo de pianos y guitarras ha cesado para él, lleva en el costillar el duelo del amor, el duelo de vivir y hasta el duelo de España. Lorca no es un poeta alegre ni siquiera en el Romancero, donde hay ironías cubistas, pero el libro se va llenando de muerte y adumbramiento a medida que avanza. A Lorca hay que estar salvándole siempre de su tópico y de su típico, y hasta los fascistas le salvan a su manera pegándole un tiro. Tenía un camino fácil, pero las cartas de Jorge Guillén eran austeras y optimistas. Es cuando se compra un fichero para ser un poeta/funcionario, como los profesores, sus amigos. Mas nunca será eso porque la vida le urge demasiado en las sienes y en el verso, salvándose entre todo eso el niño, el pre/Lorca, el genio del diminutivo que sabe escribir y dibujar con azúcar, niño y viejo como los lagartos, más la sorpresa del adjetivo saltándole siempre en la página. Y el arcángel.
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Desechados los ficheros, se hace autor teatral por justificarse ante la familia, pues va para eterno estudiantón de nada. Cuando el teatro le da –tarde– su primer dinero es cuando se atreve a mirar a los ojos a su padre, a las mujeres y a los hombres, a la muerte.
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Hace un teatro tan español que repercute de clásicos y, sobre todo, de su admirado Valle-Inclán, por quien comprende que el lirismo no está sólo en decir las cosas, sino también en hacerlas, como se hacen en el teatro, a la vista del público, y que un caballo picassiano puede ser una metáfora de la libertad. En el teatro las metáforas ocurren y Federico, una vez que ha aprendido eso, ya es autor, ha descubierto la lírica de la acción, que está en Shakespeare, y que tanto se acompaña de la lírica de las palabras.
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Trágico de alma y soledad, no tiene otro dialecto que la poesía para expresar el amor oscuro. El amor siempre fue oscuro para Federico. Él nunca lo sacaría a la luz del verso soleado, como Luis Cernuda, sino que hay en sus sonetos como una clausura de culpabilidad, porque abandonó la línea fácil de los pianos muy usados para entrar en la línea de sombra de las pasiones sin música ni escenario, por donde pasan negros de Nueva York, gitanos mozárabes y marineros del puerto de Barcelona. Sólo hombres tan claros como Sánchez Mejías y algún otro levantan la cabeza de oro en esa genialidad clandestina que es la poesía de García Lorca. Era el rey de la vida y el príncipe de otras tinieblas.
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Cuando empezaba a hablar en hombre maduro es cuando le persiguieron los insultos, un odio mudéjar, una envidia política y una conjura de pistoleros mentales que se adensa en torno a él sin que nadie lo mande.
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El fascismo envía siempre a matar poetas porque el fascismo es la acción sin belleza, la sangre de Duncan, el disparo torpe y la venganza de la provincia honda que no perdona al que se ha salvado del tedio y de la larga murmuración del agua, que, por más que digan, no presagia nunca nada bueno. Lorca no vuelve a Granada. Lorca vuelve a la infancia, patria en la que sí creyó –no sólo lo dijo–, pero ya no había infancia, sino los viejos charoles del Romancero y un sol de julio y agosto que tenía algo de hoguera con color Historia de España.
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Desde Garcilaso no había galán tan malaventurado en la poesía española, y la pedrada de la guerra le alcanzó en mitad del pecho, en mitad de la espalda, y la gentil muralla del romance se vino abajo en un momento. Yo diría que no tiene un verso malo, que se limitó a pasar de Lope al surrealismo, de la gracia a la desgracia, que es lo que más resuena en sus mejores poemas. Sus coetáneos decían otra cosa, pero uno a Federico lo ve como el adolescente triste que lleva con dolor y paciencia su exterior alegría. Anduvo la vida y le mataron al amanecer. Era ya un mito cuando Queipo de Llano reparó en él. Había nacido culpable, “de la raza de los acusados”, y murió sin saber por qué. La tierra le guarda como un tesoro antiguo, como una deslumbrante ruina, como un esbelto arcón de sangre fresca.

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Francisco Umbral

Publicado en El Cultural de El Mundo de diciembre de 199 


 

 

 

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