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Nadie ha definido todavía, con un lenguaje comprensible para quien no lo haya experimentado, lo que es el tedio. Aquello a lo que algunos llaman tedio no es más que aburrimiento; aquello a lo que otros lo llaman, no es sino malestar; hay otros, todavía, que llaman tedio al cansancio. Pero el tedio, aunque participe del cansancio, y del malestar, y del aburrimiento, participa de ellos como el agua participa del hidrógeno y del oxígeno de que se compone. Los incluye sin parecerse a ellos. Si unos dan así al tedio un sentido restringido e incompleto, uno u otro le presta una significación que en cierto modo lo trasciende —como cuando se llama tedio al disgusto íntimo y espiritual de la variedad y de la incertidumbre del mundo. Lo que hace abrir la boca, que es el aburrimiento; lo que hace cambiar de posición, que es el malestar; lo que hace no poder moverse, que es el cansancio —ninguna de estas cosas es el tedio; pero tampoco lo es el sentimiento profundo de la vacuidad de las cosas, mediante el cual se libera la aspiración frustrada, el ansia 185 desilusionada se levanta, y se forma en el alma la simiente de la que nace el místico o el santo. El tedio es, sí, el aburrimiento del mundo, el malestar de estar viviendo, el cansancio de haberse vivido; el tedio es, en verdad, la sensación carnal de la vacuidad prolija de las cosas. Pero el tedio es, más que esto, el aburrimiento de los otros mundos, existan o no; el malestar de tener que vivir, aunque otro, aunque de otro modo, aunque en otro mundo; el cansancio, no sólo de ayer y de hoy, sino de mañana también, (y) de la eternidad, si la hay, (y) de la nada, si él es la eternidad. No es solamente la vacuidad de las cosas y de los seres lo que duele en el alma cuando siente tedio: es también la vacuidad de otra cosa cualquiera, que no las cosas y los seres, la vacuidad de la propia alma que siente el vacío, que se siente vacío, y que en él de sí misma se enoja y se repudia. El tedio es la sensación física del caos y de que el caos lo es todo. El aburrido, el malestante, el cansado, se sienten presos en uña celda estrecha. El disgustado de la estrechez de la vida se siente esposado en una celda grande. Pero el que tiene tedio se siente preso en libertad ordinaria en una celda infinita. Sobre el que se aburre, o tiene malestar, o fatiga, pueden derrumbarse los muros de la celda, y enterrarlo. Al que se disgusta de la pequeñez del mundo pueden caérsele las esposas, y él huir; o dolerse de no poder quitárselas, y él, con sentir el dolor, revivirse sin disgusto. Pero los muros de la celda infinita no nos pueden soterrar, porque no existen; ni siquiera nos pueden hacer vivir por el dolor las esposas que nadie nos ha puesto. Y esto es lo que siento ante la belleza plácida de esta tarde que termina impereciblemente. Miro al cielo alto y claro, donde cosas vagas, rosadas, como sombras de nubes, son un plumón impalpable de una vida alada y lejana. Bajo los ojos hacia el río, donde el agua, no más que levemente trémula, es de un azul que parece espejado desde un cielo más profundo. Alzo de nuevo los ojos al cielo, y ya hay, entre lo que de vagamente coloreado se deshilacha sin harapos en el aire invisible, un tono glacial de blanco empañado, como si también algo de las cosas, donde son más altas y ordinarias, tuviese un tedio material propio, una imposibilidad de ser lo que es, un cuerpo imponderable de angustia y de desolación. ¿Pero qué? ¿Qué hay en el aire alto más que el aire alto, que no es nada? ¿Qué hay en el cielo más que un color que no es suyo? ¿Qué hay en esos harapos de menos que nubes, de que ya dudo, más que unos reflejos de luz materialmente incidentes de un sol ya sumiso? ¿Qué hay en todo esto sino yo? Ah, pero el tedio es eso, sólo eso. ¡Es que en todo esto —cielo, tierra, mundo—, lo que hay en todo esto no es sino yo!
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28-9-1932
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Ninguém ainda definiu, com linguagem com que compreendesse quem o não tivesse experimentado, o que é o tédio. O a que uns chamam tédio, não é mais que aborrecimento; o que a outros o chamam, não é senão mal-estar; há outros, ainda, que chamam tédio ao cansaço. Mas o tédio, embora participe do cansaço, e do mal-estar, e do aborrecimento, participa deles como a água participa do hidrogênio e oxigênio, de que se compõe. Inclui-os sem que a eles se assemelhe. Se uns dão assim ao tédio um sentido restrito e incompleto, um ou outro lhe presta uma significação que em certo modo o transcende — como quando se chama tédio ao desgosto íntimo e espiritual da variedade e da incerteza do mundo. O que faz abrir a boca, que é o aborrecimento; o que faz mudar de posição, que é o mal-estar; o que faz não se poder mexer, que é o cansaço — nenhuma destas coisas é o tédio; mas também o não é o sentimento profundo da vacuidade das coisas, pelo qual a aspiração frustrada se liberta, a ânsia desiludida se ergue, e se forma na alma a semente, da qual nasce o místico ou o santo. O tédio é, sim, o aborrecimento do mundo, o mal-estar de estar vivendo, o cansaço de se ter vivido; o tédio é, deveras, a sensação carnal da vacuidade prolixa das coisas. Mas o tédio é, mais do que isto, o aborrecimento de outros mundos, quer existam quer não; o mal-estar de ter que viver, ainda que outro, ainda que de outro modo, ainda que noutro mundo; o cansaço, não só de ontem e de hoje, mas de amanhã também, (e) da eternidade, se a houver, (e) do nada, se é ele que é a eternidade. Nem é só a vacuidade das coisas e dos seres que dói na alma quando ela está em tédio: é também a vacuidade de outra coisa qualquer, que não as coisas e os seres, a vacuidade da própria alma que sente o vácuo, que se sente vácuo, e que nele de si se enoja e se repudia. O tédio é a sensação física do caos, e de que o caos é tudo. O aborrecido, o mal-estante, o cansado sentem-se presos numa cela estreita. O desgostoso da estreiteza da vida sente-se algemado numa cela grande. Mas o que tem tédio sente-se preso em liberdade frusta numa cela infinita. Sobre o que se aborrece, ou tem mal-estar, ou fadiga, podem desabar os muros da cela, e soterrá-lo. Ao que se desgosta da pequenez do mundo, podem cair as algemas, e ele fugir; ou doer de as não poder tirar, e ele, com sentir a dor, reviver-se sem desgosto. Mas os muros da cela infinita não nos podem soterrar, porque não existem; nem nos podem sequer fazer viver pela dor as algemas que ninguém nos pôs. E é isto que eu sinto ante a beleza plácida desta tarde que finda imperecivelmente. Olho o céu alto e claro, onde coisas vagas, róseas, como sombras de nuvens, são uma penugem impalpável de uma vida alada e longínqua. Baixo os olhos sobre o rio, onde a água, não mais que levemente trêmula, é de um azul que parece espelhado de um céu mais profundo. Ergo de novo os olhos ao céu, e há já, entre o que de vagamente colorido se esfia sem farrapos no ar invisível, um tom algendo de branco baço, como se alguma coisa também das coisas, onde são mais altas e frustas, tivesse um tédio material próprio, uma impossibilidade de ser o que é, um corpo imponderável de angústia e de desolação. Mas quê? Que há no ar alto mais que o ar alto, que não é nada? que há no céu mais que uma cor que não é dele? que há nesses farrapos de menos que nuvens, de que já duvido, mais que uns reflexos de luz materialmente incidentes de um sol já submisso? Que há em tudo isto senão eu? Ah, mas o tédio é isso, é só isso. E que em tudo isto — céu, terra, mundo, — o que há em tudo isto não é senão eu!
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