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La descomposición del padre
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[Sharon Olds, El padre, Bartleby editores, Madrid, 2004]
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Gonzalo Torné de la Guardia
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‘Me gustan los términos de la inmundicia’ Sharon Olds.
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Cuenta la leyenda, acuñada por la propia poeta y propagada después por todos sus comentaristas
que al alcanzar los treinta años, Sharon Olds selló un pacto con el Satán de Milton: a cambio de olvidar
cuanto había aprendido en la Universidad, la no tan joven recibiría el don de escribir poemas singulares.
Que fueran buenos o no, dependía de ella, de su talento y de su perseverancia. Satán sólo se comprometía
a sacudirle de encima el peso de la tradición. A señalarle un sendero.
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Olds dedica su primer poema a recrear las condiciones de un encuentro inaugural en el que el diablo le
enseña las palabras del sortilegio que necesita para superar la estrechez de una educación severa.
La lista es decepcionante: ‘mierda’, ‘coño’, ‘polla del padre’… ¿De verdad valía la pena convocar a Satán
para que nos sugiera salir de la enajenación diciendo palabrotas? Pero si atendemos hasta dónde ha sido
capaz de llegar Olds por este camino conviene no sobrevalorar el alcance de una primera lección.
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Los primeros libros publicados constatan que las enseñanzas de los ángeles caídos no son fáciles de aplicar,
en ellos Olds tropieza de continuo con unas comparaciones donde la audacia de los términos se agota en
una extravagancia sin consecuencias. La figura más relevante de estos poemas es el padre, del que se relatan
toda clase de vilezas (desde atar a su hija a la cama hasta no hablarle durante días pasando por obligarla a
comer hasta vomitar). Aunque Olds escribe sus mejores poemas cuando se distancia del padre (“Nurse Whitman”,
“Station”, “Young Mothers V” o el asombroso “Unborn”) no parece capaz de impedir que ese ser con el que afirma
haber interpuesto miles de kilómetros ronde por sus versos debilitándolos.
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La fascinación que el padre ejerce sobre la voz poética de Olds adopta a veces la apariencia del atractivo físico:
el primer deslumbramiento de la anatomía masculina que la poeta canta con desinhibición.
Pero el padre está lejos de ser un mero borrador de los futuros varones de su vida. Más bien son éstos, incluidos
el marido amado, los que parecen copias descuidadas del modelo. En la constelación mental de Olds la masa del
padre es superior al resto de energías creativas. El padre actúa como una fuerza autónoma que repele a la poeta
cuando esta trata de aproximarse y formar algo con él, pero que tampoco le permite independizarse de su influencia.
La obliga a orbitar. El padre, depositario del amor y de la justicia, al que le bastaba con un solo gesto para dar
una primera consistencia ontológica a la hija, la desdeña. Las heridas resultantes en lugar de atemperarse con
el tiempo son un aguijón que le crece a Olds carne adentro.
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Ajenos a este episodio familiar, la tierra y la historia sostienen incontables argumentos de interés para un escritor.
No puede negarse que Olds ha intentado diversificar los temas de sus poemas aunque en el ejercicio le ha
faltado la perseverancia o el entusiasmo propios de una preocupación genuina. No debe ser fácil sustraerse
de narrar el desprecio de un Dios. Pero un proyecto así sólo se empieza a poner interesante para el lector
cuando el poeta logra elevar al personaje mundano hasta una divinización verosímil, o bien, si logra construir
un punto de vista donde el fracaso sea digno de verse.
Por desgracia para todos el padre es poco más que un idiota siniestro. Su única cualidad demiúrgica es la
segregación seminal que como analogía vale tanto para Zeus como para cualquier mamífero menor. Las deficiencias
no sólo afectan al modelo. En los conmovedores poemas escritos a sus tres hijos las alegrías se mezclan con
las penas para ofrecer un saldo optimista. La piedad alcanza incluso a esa hermana que se complacía en orinarse
en su cara, convencida de que la inverosimilitud de los cargos la protegería de la acusación. Pero el tono se crispa
cuando aparece el padre, las palabras transparentan un resentimiento que se nos ofrece crudo y que se asienta
sobre el punto de vista de una intimidad casi obscena, más propia de los ajustes de cuentas del melodrama
o de la psicoterapia que de la poesía exigente.
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Desconocemos la letra pequeña el contrato que selló con Satán, pero incluso si consistía en librarse de los
viejos hábitos para escribir poemas nuevos, de observar sus textos con el mismo ojo con el que mira el mundo
circundante –no tan despiadado como capaz de posponer la compasión–, Olds debería reconocer –y parece
un poeta lo bastante fuerte como para permitírselo– que después de diez años de trato con Satán su escritura
seguía mermada por el vínculo asfixiante que la une a su padre. De los tres libros que Sharon Olds publicó
en la década de los ochenta se podían entresacar una veintena larga de poemas que la consolidaban como
una escritora notable. En la medida que no pocos de esos poemas escapaban de la sombra del padre no es
de extrañar que el anuncio en 1992 de la publicación de The Father sonase como una recaída.
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Aunque los protagonistas sean los mismos, basta con leer los tres primeros poemas para advertir que la
atmósfera y las relaciones de poder se han desplazado. El padre acaba de descubrir ha empezado su
agonía y la hija se presenta como un abnegado retoño que regresa para auxiliar a un progenitor cada
vez más dependiente. Toda la escena parece dispuesta para la reconciliación y el perdón. Pero lo que
sigue guarda un parentesco retorcido con la benevolencia. Desde “The glass” hasta “The Exact moment
of his Death” Olds narra minuciosamente, con uno o dos desvíos hacia recuerdos de infancia donde las
palabras vuelven a enconarse, la lenta descomposición de un hombre enfermo de cáncer. Las torpezas
retóricas que lastraron sus primeros libros dejan paso a un festín figurativo imposible de parafrasear.
Convertir los aspectos más sórdidos de la materia enferma en un placer para el lector es el reto del que
Olds sale victoriosa.
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La musa paterna, que cuando estuvo repleta de vigor y desprecio, empujaba los versos de su hija hacia
la mediocridad se revela ahora, atrapada en la impotencia, como un acicate eficaz. El asunto puede repugnar,
y lo hace, pero lo que de verdad hiere al lector es el tono. Olds descorre el velo satírico con el que De Quincey
descompone a Kant, la compasión latente con la que Tolstoi acompaña la conciencia de Ivan Illich hacia su
disolución e incluso va más allá de la impasibilidad con la que Flaubert destruye a la Bobary. Olds es la hija
de su padre, la cuidadora, la amorosa, la enfermera natural.
Y aunque asume todos estos papeles lo hace con una prolijidad que raya la complacencia: “No me hubiera
ido de otro modo / no te dejaré ir / hasta que clames por ello”. Olds le acompaña sin rechistar y nos aterra
y se aterra con nosotros ante la visión del duro camino que debe seguir el cuerpo antes de deshacerse
de la mente. Por ese dimensión corporal del padre siente una genuina piedad. Y sólo el brillo de algunos
versos permiten reconocer que el viejo odio sigue fluyendo por las viejas venas como una bendición:
“Si hubiera deseado cambiar mi vida / quizás hubiera deseado cambiar mi vida / por la de alguien criado
con amor / pero ¿Cómo podría alguien criado con amor / soportar esta muerte?”. El particular pathos de
estos poemas se asienta sobre la suposición de que incluso el padre, pese a los recelos del poeta, posee
un alma que no deja que el cuerpo se muera en paz.
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Olds convierte al padre en el emblema de la contingencia donde el ser individual consciente está atrapado.
La materia es una y reposa a salvo del dolor cuando logra desprenderse de los sueños de identidad que le
impone la mente. Una concepción que tiene escaso alcance metafísico pero que articula un tipo de figura,
la penetración, que Olds ha empleado desde el principio de su carrera pero cuya coherencia sólo se alcanza
ahora. La narradora y el padre entran constantemente el uno en el otro, no de forma natural e incestuosa,
sino fantástica. El padre se protege en el vientre de la hija y la hija se refugia en los testículos del padre.
Cifrar la única esperanza del padre en la imposibilidad de protegerse dentro de la hija (“como si mi padre
pudiera vivir y morir / a salvo dentro de mí”) supone otra perversión del consuelo. Pero hay algo más, difunde
la sospecha de que el error fundamental entre la hija y el padre deba buscarse en cómo se separó de él y en
cómo se formó dentro su madre hasta convertirse en una conciencia separada, aunque nunca, del todo,
independiente (“cuando murió quería que él se alzara / dentro de mí o hundirme yo en su cuerpo / éramos
como dos cestos descosidos”).
Un anhelo nostálgico sacude los versos de Olds: el deseo de volver a fundirse en el cuerpo paterno, de
recomponer la materia, de rehacer el cesto, de reencontrar al padre como un fantasmal espermatozoide
que pudiera celebrar una nueva no-vida: “limpia, en blanco, indolora, sin error / el éxtasis de la materia”.
Es el cuerpo el que se derrumba, pero es la vida consciente la que ha fracasado y asume su derrota
fantaseando con un imposible retorno que suena un presagio: un volver a empezar, feto u óvulo o esperma,
cuerpo dentro del cuerpo, antes de que la separación pueda propiciar recelos y desafectos, desprecios e,
incluso, el odio. El vértigo moral de The Father proviene de la osadía con la que Olds pisotea la arraigada
concepción cristiana que vincula el mal con la posibilidad de elegir libremente y el supuesto de que comprender
es el segundo acto de una obra que sólo puede terminar con el perdón.
Olds comprende las limitaciones del padre cuando trata de escalar hacia el bien moral. Entiende su lucha.
Su debilidad. Su fracaso. Y su impotencia. Cuando él la atormentaba la mente del padre estaba tan enferma
como ahora lo está su cuerpo, piensa Olds. Pero de aquí no se desprende ningún perdón. La exposición
compleja de las relaciones entre el padre y la hija no pueden reducirse a una cuestión de bien o mal, como
nunca puede tratarse de ganar o perder. El resultado es hechos más sentimientos. Estados de la materia,
actos y emociones. Los casos se exponen con la precisión que sólo un poeta en estado de gracia puede
alcanzar, pero las reacciones emotivas danzan y giran, se relevan y se transforman las unas en las otras
con una impertinencia que las desvincula a los moldes reductores de la dualidad moral. Los asombrosos
mixed feelings de Sharon Olds están escritos para desconcertar. Aquí la mercancía nunca está etiquetada.
Poemas como “Setter to my father from 40,000 Feet”, “I wanted to be there when my father died, o “Waste
Sonata” son, con sus rápidas transiciones, sus exposiciones contradictorias y la mezcla de ánimos, una bofetada
para el amante de las conclusiones. Asombra que este barullo emocional nos obligue a enfrentarnos con un
cuadro de cómo funcionan nuestros sentimientos que intimida por su precisión. Que se pueda odiar a un
hombre por lo que nos ha hecho y desearle la desgracia y compadecernos al mismo tiempo por su descomposición
como individuo se impone en The Father como una evidencia.
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Y que el libro se cierre con la voz del propio padre entonando una canción de amor siempre aplazada para su
hija desde el reino de los muertos, en cuya letra se lamenta de que el amor humano (el amor tal y como lo
persiguen los humanos) sólo es posible lejos del mundo de los vivos constituye un ejemplo soberbio del
estilo con el que Olds ha aprendido a manejar a sus viejos demonios. The Father sólo necesita ser leído para
revelarse como un libro asombroso. Pero reconsiderado dentro del arco de la trayectoria de Sharon Olds ofrece
un placer adicional: el espectáculo de un poeta que forcejea a la vista de todos con el tema que le reclama
hasta dominarlo. Quizás Olds obtuvo de su pacto con Satán poco más que el valor para dejar de correr delante
de sus fantasmas y afrontarlos: un puñado de palabrotas. Pero el progreso de un talento capaz de escribir
poemas como estos con materiales tan poco fiables como un padre cretino aquejado de la enfermedad más
vulgar supone el triunfo de una perseverancia ejemplar que no admite atajos sobrenaturales.
NOTAS 4 1 “ese hombre que tuvo tan poca conciencia / que fue sólo cuerpo”; “lo veía / acostado en el rincón más oscuro de la sala (…)
/ y allí no había más que cuerpo; ‘le dije adiós a su cuerpo / que era todo cuanto él era”.
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