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Por más que pertenezca, por el alma, al linaje de los románticos, no hallo reposo más que en la
lectura de los clásicos. Su misma estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué.
Capto en ellos una impresión alegre de vida ancha, que contempla amplios espacios sin recorrerlos. Los mismos
dioses paganos reposan del misterio. El análisis supercurioso de las sensaciones —a veces de las sensaciones
que suponemos tener—, la identificación del corazón con el paisaje, la revelación anatómica de todos los nervios,
el uso del deseo como voluntad y de la aspiración como pensamiento, todas estas cosas, me resultan demasiado
familiares para que, en otro, me aporten novedad, o me procuren sosiego. Siempre que las siento, desearía,
precisamente porque las siento, estar sintiendo otra cosa.
Y, cuando leo a un clásico, esa otra cosa me es dada. Lo confieso sin rebozo ni vergüenza… No hay un
trecho de Chateaubriand o un canto de Lamartine —trechos que tantas veces parecen ser la voz de lo que yo pienso,
cantos que tantas veces parecen serme dichos para conocer— que me embelese y me eleve como un trecho de prosa
de Vieira o una u otra oda de esos pocos clásicos nuestros que siguieron de veras a Horacio. Leo y soy liberado.
Adquiero objetividad. He dejado de ser yo y disperso. Y lo que leo, en vez de ser un traje mío que apenas veo y a
veces me pesa, es la gran claridad del mundo exterior, toda ella aparente, el sol que ve a todos, la luna que mancha
de sombras al suelo quieto, los espacios anchos que terminan en el mar, la solidez negra de los árboles que hacen
señas verdes arriba, la paz sólida de los estanques de las quintas, los caminos cubiertos por las parras, en los declives
de las cuestas. Leo como quien abdica. Y, como la corona y el manto regios nunca son tan grandes como cuando el
Rey que parte los deja en el suelo, depongo en los mosaicos de las antecámaras todos mis trofeos del tedio y del sueño,
y subo la escalinata con la nobleza única de la mirada. Leo como quien pasa. Y es en los clásicos, en los calmos,
en los que, si sufren, no lo dicen, donde me siento sagrado transeúnte, ungido peregrino, contemplador sin razón del
mundo sin propósito, Príncipe del Gran Exilio, que dio, al partir, al último mendigo, la limosna extrema de su desolación.
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Por mais que pertença, por alma, a linhagem dos românticos, não encontro repouso senão na leitura
dos clássicos. A sua mesma estreiteza, através da qual a sua clareza se exprime, me conforta não sei de quê. Colho
neles uma impressão álacre de vida larga, que contempla amplos espaços sem os percorrer. Os mesmos deuses pagãos
repousam do mistério. A análise sobrecuriosa das sensações — por vezes das sensações que supomos ter —, a
identificação do coração com a paisagem, a revelação anatômica dos nervos todos, o uso do desejo como vontade
e da aspiração como pensamento — todas estas coisas me são demasiado familiares para que em outrem me tragam
novidade, ou me dêem sossego.
Sempre que as sinto, desejaria, exatamente porque as sinto, estar sentindo outra coisa. E, quando leio um
clássico, essa outra coisa é me dada. Confesso-o sem rebuço nem vergonha… Não há trecho de Chateaubriand ou
canto de Lamartine — trechos que tantas vezes parecem ser a voz do que eu penso, cantos que tanta vez parecem
ser me ditos para conhecer — que me enleve e me erga como um trecho de prosa de Vieira ou uma outra ode daqueles
nossos poucos clássicos que seguiram deveras a Horácio. Leio e estou liberto. Adquiro objetividade.
Deixei de ser eu e disperso. E o que leio, em vez de ser um trajo meu que mal vejo e por vezes me pesa, é
a grande clareza do mundo externo, toda ela notável [?] o sol que vê todos, a lua que malha de sombras o chão quieto,
os espaços largos que acabam em mar, a solidez negra das árvores que acenam verdes em cima, a paz sólida dos
tanques das quintas, os caminhos tapados pelas vinhas, nos declives breves das encostas. Leio como quem abdica.
E, como a coroa e o manto régios nunca são tão grandes como quando o Rei que parte os deixa no chão, deponho sobre
os mosaicos das antecâmaras todos os meus triunfais do tédio e do sonho, e subo a escadaria com a única nobreza de
ver. Leio como quem passa. E é nos clássicos, nos calmos, nos que, se sofrem, o não dizem, que me sinto sagrado
transeunte, ungido peregrino, contemplador sem razão do mundo sem propósito, Príncipe do Grande Exílio, que deu,
partindo- se, ao último mendigo, a esmola extrema da sua desolação.
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Fernando Pessoa
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Del español:
Libro del desasosiego 13
Título original: Livro do Desassossego
© por la introducción y la traducción: Ángel Crespo, 1984
© Editorial Seix Barrai, S. A., 1984 y 1997
Segunda edición
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Del portugués:
Livro do Desassossego composto por Bernardo Soares
© Selección e introducción: Leyla Perrone-Moises
© Editora Brasiliense
2ª edición
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