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Llega Constance con su aire perdido de mujer troglodita y uno recuerda y se replantea todo
el asunto de la evolución, de Atapuerca mon amour, de la Sima de los Huesos, de si el hombre
de Neandertal estará en el cielo y de cómo los ejemplares femeninos que antecedieron a
Constance en el runway de la evolución pudieron sobrevivir a aquellas intemperies interminables,
incandescentes pero congeladas, que la arqueología de la evolución nos va descubriendo.
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Modestamente, uno cree, piensa, opina, que con esos ojos de mirada inocente y azulísima,
no se puede sobrevivir mucho tiempo en las interminables llanuras sin sombra, en la oscuridad
de la cueva sobre un lecho de pedruscos, a los arreones de animal obrero hacia los adentros
que el macho le propinaría con sanísimas y necesarias intenciones sexuales.
Con esta piel tres veces suave de Constance, no se puede tratar con mamuts, piedras de sílex
y despellejamientos generales y en masa de aquellos bichos de hueso y cuerno, con unos pelos
recios y traidores como astillas.
Así que uno se plantea que tal vez las mujeres como Constance se mantuvieran en los dulces
márgenes de la barbarie, haciendo las tareas íntimas e innecesarias de la trama evolutiva, quizá
inventando el jabón y los ocios, el peinado y los perfumes.
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