reunión

 

 

 

Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista,

apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.

Ernesto Che Guevara, en La sierra y el llano, La Habana, 1961

 

 

 

 

Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar

y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos

con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no

acordarnos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja

de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco ni tragos de

ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una tortuga borracha, haciéndole frente a un

norte que la cacheteaba sin lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un

asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar como si fueran a partirse por la mitad.

Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le sacó las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos

dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso un expedición

de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar

atrás la lancha, cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra –pero sabíamos que nos estaba

esperando y por eso no importaba tanto–, el tiempo que se compone justamente en el peor momento y zas la

avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas

buscando el abrigo de los sucios pastizales, de los mangles, y yo como un idiota con mi pulverizador de adrenalina

para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga

(si era una ciénaga, porque a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor

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habíamos errado el rumbo y que en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún

cayo fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla…); y todo así, mal pensado y peor dicho, en una

continua confusión de actos y nociones, una mezcla de alegría inexplicable y de rabia contra la maldita

vida que nos estaban dando los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna

vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados en un circo de barro y de

total fracaso para diversión del babuino en su Palacio.

Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde

podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo fue de Roque (a él le puedo

dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaba más

que la meta final, llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho

trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero seamos justos: algo se cumplía sincronizadamente,

el ataque de los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado: no falló. Y por eso, aunque todavía me

doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo

(y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la

nariz casi al borde del agua, tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí entonces

no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, a lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la

carretera estaría detrás de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas. Tenía su

gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la bondad del desembarco.

Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera

vez en terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna

noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero

me gustaba sentir cómo con el fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo

la muerte, más probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una operación

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dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera,

cercando los pantanos a la espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las

alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo, me

hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que

hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos versos del viejo Pancho que le parecían abominables. “Si por

lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O fumar de verdad” (alguien, más a la

izquierda, ya no sé quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por

turnos, mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis, el temor de que

lo hubieran matado era el único enemigo real, porque su confirmación nos anularía mucho más que el acoso,

la falta de armas o las llagas en los pies. Sé que dormí un rato mientras Roberto velaba, pero antes estuve

pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado insensato para admitir así de golpe

la posibilidad de que hubieran matado a Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el

final, que quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo de prevenir

al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la posibilidad de perder a Luis. Creo que también pensé que

si triunfábamos, que si conseguíamos reunirnos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego en serio,

el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una

visión: Luis junto a un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la quitaba

como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a

Roque, pidiéndonos con un gesto que la aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno

a uno, y yo también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a ponerse la cara y le vi un

cansancio infinito mientras se encogía de hombros y sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente

hablando, una alucinación de la duermevela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si realmente habían matado

a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero

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nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. “Los diádocos”, pensé ya

entredormido, “pero todo se fue al diablo con los diádocos, es sabido”.

Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que

sólo se pueden decir en presente, como estar tirado otra vez boca arriba en el pastizal, junto al árbol que

nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese día franqueamos la carretera

a pesar de los jeeps y la metralla. Ahora hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano

y seguimos perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda comprar algo de

comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso como en lo demás a

nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes

somos y por qué andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la loma,

dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que encontramos y que sabía a cielo,

a comida en el “Ritz” si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay

mal que por bien no venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza

vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir, Tinti monta

la guardia, los muchachos descansan unos contra otros, yo me he ido un poco más lejos porque tengo la

impresión de que los fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería

hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por debajo y

enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida.

En el fondo lo único bueno del día ha sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta

nos han matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano perdió un

ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rematarlo cuando los otros no miraban.

Todo el día temimos que algún enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército)

nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada, imaginarlo vivo, poder esperar

todavía. Fríamente peso las posibilidades y concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué

manera el gran condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y

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el que venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para engañarlo a veces,

casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le da la gana en ese

momento. Pero y si López… Inútil quemarse la sangre, no hay elementos para la menor hipótesis, y además

es rara esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera

cumpliendo (casi pensé: “consumando”, hubiera sido idiota) de conformidad con los planes. Será la fiebre

o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora

vale la pena aprovechar de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas del árbol

contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados ese dibujo casual de las

ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente

cuando una bocanada de aire hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso

en mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y su

imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cambio me hace tanto

bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto

La caza, la evocación del halalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una ceremonia salvaje

a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo

la melodía y el dibujo de la copa del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una

y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la melodía, un ritmo que sale

de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza, remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de

tallos, mientras el segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus hojas

en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar para que el ojo descienda por

el tronco y pueda si quiere, repetir la melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos

haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotros a nuestra manera hemos querido

trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a una

victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza,

que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se

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divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo ordenar poco

a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura

todas las prudentes razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico

de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que creíamos imposible,

el canto que trabará amistad con la copa de los árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre.

Y cómo se reiría Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.

Y así al final me quedaré dormido, pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del

movimiento donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al

allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con

todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo, sino ser

como él, dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con una

implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a

nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga,

que simplemente separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres

en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.

Pero otra que adagio, si con la primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar

a seguir hacia el noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones mientras

el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una loma y desde ahí les paraba un rato las patas,

dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más

protegida donde resistir hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y

equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por el número y el derroche

de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan

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valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato

picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas.

A la media hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino.

Como nadie pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros,

pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los últimos cartuchos. Fue divertido

descubrir que los regulares atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error

de la aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos horas a

una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una cueva tapada por las hierbas, y

nos plantamos resollando después de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco

en peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría llegado Luis.

Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al

amanecer había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser Pablo con

sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable convicción de que los sobrevivientes

estábamos divididos en tres grupos, y quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó

si no valdría la pena intentar un enlace al caer la noche.

–Si vos me preguntás eso es porque te estás ofreciendo para ir –le dije. Habíamos acostado a Tinti en

una cama de hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros

dos compañeros montaban guardia afuera.

–Te figuras –dijo el Teniente, mirándome divertido–. A mí estos paseos me encantan, chico.

Así seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba

por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer, comimos como

quien se come a un fantasma, hasta que Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto

con la vida. El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era

mucha sal para tan poca carne, él no

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lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza,

formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla,

y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras

matas. Los serranos habían trepado al monte que conocían como nadie, y con ellos dos hombres del grupo

de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.

El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo

me quedé al lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había muerto,

que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seríamos nueve o diez hombres y que

tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya novedades. Era como una especie de locura fría que

por un lado reforzaba al presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el

futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un gusto a chivito asado.

En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme

el lujo de aceptar la muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan

de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de Luis, y eso lo sabían

el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra

y seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue

otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y me la tendía,

y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No, no, por favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el

Teniente estaba de vuelta mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de

agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un botiquín,

los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me

miraba en los ojos, mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en

volver a mencionar a Luis.

Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron

para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a

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sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa

cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis,

al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento,

miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al

correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca

uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente

en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos

sino que abarcaban todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi

periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y

mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de

mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que

tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y

la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que

tu revolución no es más que… No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían

aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a

horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo de

salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y

efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares

numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía

inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima

imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en

el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitadas,

él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia

cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo

en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades

y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el

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horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre

país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan

de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado

a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de

regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que después,

por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante

era lo único que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en

los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en el tizón y

secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.

Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta

donde estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies

destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome con su manera

rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos

vencer”, y yo vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía

que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo intempestivo.

“Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando como un loco, “para regañar a alguien hay que estar vivo,

compañero, y ya oíste que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira

que me has puesto vendas, vaya lujo…”. Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de arriba y abajo, ahí me

tocó un balazo en la oreja que si acierta dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor leés todo esto, te

quedás sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las cosas se me pusieron

estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores que debían ser mis ganas de vivir y además

no me pasaba nada, un pañuelo bien atado y a seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el

segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos momentos hay tonterías

que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo que

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también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse detrás de una caña, se ponía

de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo me acuerdo de ese que se puso a gritar que había

que rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un bramido

por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie, carajo!”, hasta que el más chico de los serranos,

tan callado y tímido hasta entonces, me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo

hacia arriba y a la izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los serranos

siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y saboreándolo que era un gusto

verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de la ceiba donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros

atrás, yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho degollado,

pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé por qué, pero era evidente como un

teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis.

Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas

maldiciones y “cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los árboles que vuelven

a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que cuidar, la

cantimplora de agua con un poco de ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso

y el cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por las orejas, y Pablo

diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto

de la loma, el ranchito donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto,

tesonero y concienzudo, sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el mundo, empezando por

el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía imitando a esa siesta que había que rechazar como

si dejáramos irse a una muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.

Al caer la noche el sendero se empinó y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la

posición que había elegido Luis para esperarnos, por ahí no iba a subir ni un gamo. “Vamos a estar

como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y me miraba zumbón mientras

yo jadeaba una especie de pasacaglia que

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solamente a él le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando llegamos al último

centinela y pasamos uno tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serranos, hasta salir por fin

al claro entre los árboles donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable

visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara

con su hermano, y entonces esperé que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después

puse en el suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me quedé

mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:

–Mira que usar esos anteojos –dijo Luis.

–Y vos esos espejuelos –le contesté, y nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler

el balazo como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la vida.

–Así que llegaste, che –dijo Luis.

Naturalmente, decía “che” muy mal.

––¿Qué tú crees? –le contesté, igualmente mal. Y volvimos a doblarnos como idiotas, y medio mundo se

reía sin saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces nos

dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los jodidos espejuelos.

Más abajo volvían a pelear, pero el campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a

los heridos, bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con

su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la noche, me quedé con

Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos

contamos de a ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro,

de lo que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que pasar del fusil al despacho con teléfonos,

de la Sierra a la ciudad, y yo me acordé de los cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis

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lo que había pensado aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía

que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de pocas horas que sin embargo

era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos

de nosotros dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa

del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el dibujo del adagio que alguna

vez ingresaría en el allegro final, accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba

poniendo el tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo

veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de

Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo,

y era una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si

era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado

en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera

confundirla con Marte o con Mercurio.

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julio cortázar

reunión

en Todos los fuegos el fuego

1966

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