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una tarde plena
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El saguino* es tan pequeño como un ratón, y del mismo color.
La mujer, después de sentarse en el autobús y de lanzar una mirada tranquila de propietaria
sobre los asientos, ahogó un grito: a su lado, en la mano de un hombre gordo, estaba lo que
parecía un ratón inquieto y que en verdad era un vivísimo saguino. Los primeros momentos
de la mujer versus el saguino se consumieron en intentar sentir que no se trataba de un ratón
disfrazado.
Cuando hubo llegado a eso, comenzaron momentos deliciosos e intensos: la observación
del animal. Todo el autobús, además, no hacía otra cosa. Pero era privilegio de la mujer estar
al lado del personaje principal. Desde donde estaba podía, por ejemplo, reparar en la pequeñez
de la lengua del saguino: un trazo de lápiz rojo. Y estaban los dientes, también: casi se podían
contar millares de dientes dentro de la raya de la boca, y cada pedacito menor que el otro, y más
blanco. El saguino no cerró la boca ni un instante.
Los ojos eran redondos, hipertiroideos, combinando con un ligero prognatismo, y esa mezcla,
que le daba un aire extrañamente impúdico, formaba una cara medio desvergonzada de niño de
calle, de esos que están permanentemente resfriados y que al mismo tiempo chupan un caramelo
y sorben la nariz.
Cuando el saguino dio un brinco sobre el cuello de la señora, ésta contuvo un frisson, y el
placer escondido de haber sido elegida. Pero los pasajeros la miraron con simpatía, aprobando
el acontecimiento, y, un poco ruborizada, ella aceptó ser la tímida favorita. No lo acarició porque
no sabía si ése era el gesto que debía hacer.
Y sin embargo, el animal sufría de la falta de cariño. En verdad su dueño, el hombre gordo, sentía
por él un amor sólido y severo, de padre a hijo, de amo a mujer. Era un hombre que, sin una sonrisa,
tenía el llamado corazón de oro. La expresión de su rostro era hasta trágica, como si él tuviera una
misión. ¿La misión de amar? El saguino era su cachorro en la vida.
El autobús, en la brisa, como embanderado, avanzaba. El saguino comió un bizcocho. El
saguino se rascó rápidamente la redonda oreja con la pierna fina de atrás. El saguino gritó. Se
colgó de la ventana, y espió lo más rápidamente que pudo, despertando en el autobús opuesto caras
que se espantaban y que no tenían tiempo de averiguar lo que habían visto.
Mientras tanto, cerca de la mujer, una señora contó a otra señora que tenía un gato. Que el gato
tenía actitudes amorosas, contó. Fue en ese ambiente de familia feliz cuando un camión quiso adelantar
al autobús, y casi ocurrió un accidente fatal. Hubo gritos. Todos saltaron deprisa.
La mujer, retrasada, a punto de llegar tarde, cogió un taxi. Sólo en el taxi se acordó de nuevo
del saguino. Y lamentó con una sonrisa sin gracia que, estando los días que corrían tan llenos de
noticias en los diarios que no la concernían, los acontecimientos se distribuyeran tan mal, al punto
de que un saguino y casi un accidente sucedieran al mismo tiempo.
«Apuesto —pensó— a que nada más me ocurrirá durante mucho tiempo, apuesto a que ahora
voy a entrar en la época de las vacas flacas.» Que era, en general, su tiempo.
Pero ese mismo día sucedieron otras cosas. Todas en la categoría de bienes declarables. Sólo
que no eran comunicables. Esa mujer era, además, un poco silenciosa consigo misma y no se entendía
muy bien a sí misma.
Pero así es. Y nunca se supo de un saguino que haya dejado de nacer, vivir y morir, sólo por no
entenderse o no ser entendido. De todos modos fue una tarde embanderada.
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Carta a Erico Veríssimo
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No estoy de acuerdo con usted que dice: «Disculpen, pero no soy profundo».
Usted es profundamente humano; y ¿qué más se puede pedir de una persona?
Usted tiene grandeza de espíritu. Un beso para usted, Erico.
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(*) Especie de mono (Saguinus Edipo)
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En Silencio (1974)
Trad. Cristina Peri Rossi
Río de Janeiro, Editora Nova Fronteira
Buenos Aires, Grijalbo, 1988
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