diario de un intemperie
jueves
Era una pelota pequeña de goma dura, maciza, extremadamente rebotadora.
Comparada con cualquier otra pelota era un prodigio y un fenómeno sideral y una esferita mágica.
Me pasaba horas, muchas horas, haciéndola rebotar contra el suelo, la pared de enfrente,
y de vuelta a mi mano.
Pero lo que yo amaba apasionadamente de la pelotita eran los rebotes en los que había un tramo
en que la perdía de vista y entonces podía desaparecer, pero desaparecer para mucho tiempo,
o desaparecer para siempre.
En cada uno de los tiros, esperaba con extrema ansiedad su reaparición, que siempre tenía algo de
mágica. A veces, sin embargo, la serie de rebotes la llevaba muy lejos de donde la había lanzado:
a uno, dos o tres kilómetros, y la encontraba sólo cuando había renunciado a buscarla, unos días
después, entre unas coles o en un balcón, siempre limpia como si saliera de la lluvia.
Esa pequeña pelota me ayudó mucho, me mostró la marcha dinámica de las desapariciones
y la magia de las reapariciones y me enseñó también lo más terrible, lo que no tiene nombre:
la desaparición completa, sin retorno; la pérdida para siempre, eterna.
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