Uno ama la noche de la ciudad, la ciudad de noche, con mujeres como Marloes y construcciones

o esculturas o lo que sea la estructura tubular de hierro pintada de metal -que ya tiene su dermatitis

de óxido rojo sucio-, ese hierro bonito y enorme como un ballenero que, sin embargo, es sencillo

y obediente y oscilará sobre el pivote hasta que el óxido o el viento o la lluvia le rompan un brazo o

un hombro, y entregue su alma gigantesca de metal humilde y se muera.

De noche tal vez es más fácil ver las cosas, o uno se fija más en ellas porque se ponen íntimas,

tiernas, muestran su lado frágil, su escasez general, la tremenda soledad que esconden durante

el día por orgullo y por defensa.

Uno prefiere las sombras de la noche; los sonidos y los ruidos y los murmullos y los silencios de la

noche; las luces de la noche; las calles de noche –que son más largas que de día, como dijo el poeta;

el farol calvo que le quita las medias a la noche –como también dijo el poeta; la noche fumadora que

tiene su playa en todas partes.

 

 

 


 

 

 

 

 

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