francisco umbral

 

la belleza convulsa

1985

 

 

28, lunes

 

 

 

 

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El desorden. Hay como una mano que, a días, pone desorden en nuestra vida. Uno vive, ya, abroquelado de orden, abroquelado de defensas, aunque uno pretenda vivir por libre, desordenadamente y a su aire.

 

Hoy ha salido uno de esos días en que la mano lívida del alba parece haberle desordenado a uno la vida, o ese modesto sistema de pesas y medidas interiores al que, ya o todavía, llamamos vida.

He dormido mal, en la ciudad, con una lluvia de otoño, como una catástrofe de arpas, que debiera haberme relajado, pero no. Me levanto lleno de miedos, temores, enfermedades (teóricas), temblores e inseguridades. Algo muy parecido al terror, pero un terror deshilvanado. Me hago razonamientos minuciosos, muy científicos y muy pueriles, y hasta recuerdo a Corneille, “sólo es dueño de su vida quien la desprecia”, a fin de tranquilizarme. Pero de pronto descubro que no quiero, realmente, dejar de estar horrorizado.

El horror es una lucidez.

Barbitales, hipertensores, whisky, un poco de desayuno, inyecciones secretas (nada de droga, no va por ahí la cosa), y, al fin, lo de siempre, la vieja relajación que aprendimos de los orientales y que a mí me enseñó una señorita bellísima, cerca de la estación de Chamartín, en su apartamento, a quinientas pesetas la sesión.

 

Me quedo extenso y con el cerebro en blanco, u ovillado y tembloroso, y al cabo de diez minutos o un cuarto de hora, una paz caliente, un orden interior se ha instalado en mi cuerpo. La nariz vuelve a estar en su sitio, el colon vuelve a estar en su sitio, y el corazón y el hígado y la aorta y el otro colon, y los que haya, y la mano lívida del alba ha sido como sustituida por una mano de oro (la mano de oro que debiera tener el día otoñal, si no lloviese).

 

Día de temer, incluso, absurdas enfermedades venéreas. He hecho un artículo urgente para una revista, con toda la profunda superficialidad que el encargo requiere. Ahora escribo esta página de La belleza convulsa. La verdad es que se va quedando uno sin belleza. La verdad es que se va quedando uno en las meras convulsiones.

 

Cojo a la gata, que ya me huye un poco (y cómo me duele su desconfianza), para llevarla a la clínica veterinaria, como casi todos los días. Me mancho de sangre y pus en su costado derecho. Casi quisiera meter la mano en ese costado tembloroso y dolorido (mucho más que en otros costados religioso/mitológicos), casi quisiera meter la mano en la llaga y apretar dulcemente las vísceras calientes, delicadísimas y sufridas de mi gata. Camino con ella, en la cesta, bajo una lluvia que es un cielo desplomado en agua. De vuelta a casa, me seco y trabajo.

 

El día, sí, se va como ordenando por sí solo, ya sin manos de oro ni de niebla. Las cosas vuelven a su sitio, como si tuvieran memoria. Y lo que queda —parece increíble— es casi como una nostalgia del caos agónico de primera hora. Quizá he descrito ese caos, en la página anterior, para exorcizarlo o para ordenarlo. Pasaron los tiempos, poeta bruja, en que nuestro caos era sagrado. Ahora es sólo un humilde revoltijo doméstico (de la domesticidad interior, cuando uno no se orienta en su propia biografía, como si estuviera escribiendo la de otro con las fichas revueltas).

 

Mediodía, silencio y soledad casi confortables. Almuerzo fuera. El caos de la mañana fue sólo una revolución abortada por las inercias de la vida. Como todas las revoluciones, ay. Me paro a veces a considerar mi edad, que va siendo ya mucha (aunque los electros no dan mal), y la veo como una acumulación inútil de experiencias y días de lluvia. Me hablaba un poeta viejo, enfermo y amigo, de la “vida cumulativa”. Él parece creer, efectivamente, que la vida es una pirámide que nos va faraonizando geométricamente. A mí eso me da risa. El tiempo pasa borrando pirámides, como el crepúsculo “borra estatuas”, y no queda sino una vaga confusión de mañanas mecanográficas y tardes eróticas, más algunas lecturas.

 

El tiempo no nos da nada, sino que nos quita. No he escrito más que memorias, en mi vida, no he hecho sino memorialismo (aunque ya dice Starobinski que las memorias son un género impreciso que se desliza continuamente hacia la ficción). Lo dice Starobinski y aunque no lo dijera. En mi larga labor de memorialista (lo mejor es la memoria simultánea, la memoria de lo que está pasando, como en este libro, de lo que no está pasando, del no pasar nada), me he deslizado siempre hacia la ficción, y no sólo porque la memoria humana sea creadora, artista (no existe otra memoria que la memoria/artista: no hay memoria fiel, afortunadamente), sino también porque en la memoria fiel no queda nada.

 

Nuestra vida cabe en siete folios. Hacer de esos siete folios siete mil, como Proust, es la gran proeza literaria, no igualada por nadie en el tiempo ni el espacio. La vida, admitámoslo de una vez, no nos deja nada, salvo una experiencia que sólo es aplicable a nosotros mismos (al “nosotros” que fuimos, ni siquiera al actual), y unas cuantas instantáneas de lluvia o sexo.

 

Me paro, a veces, a considerar mi edad, y tengo la sensación de que el tiempo se ha acumulado injustamente sobre mí, como aquel cargador a quien le han dado la carga más pesada. Lo malo del tiempo no es que pese, sino que pesa inútilmente. Por eso resultan tediosos los predicadores cotidianos de su experiencia. Somos intransferibles.

 

Me pesa lo que no he vivido, puesto que lo he olvidado. La vida, con la depuración inversa del tiempo, se queda en peso bruto. Jamás es peso neto. No hay manera de manejarse sólo con los momentos privilegiados y las sensaciones hermosas. Todo viene a la vez, vulgar y feo, o todo desaparece a la vez, dejándonos vacíos, como si no hubiéramos vivido, pero cansados y quebrados de vivir.

 

El gran fiasco de la vida es que el tiempo —eso tan sutil— se nos va transformando en peso, mientras que las sutilezas desaparecen. Algunos, contra eso, que quizá sólo intuyen, tienen el remedio de repetir y repetirse. Contar y cantar un momento afortunado de su vida, para que todo el mundo se entere. Son máquinas tragaperras. Se les echa una palabra amable, convencional, y nos premian con el lote completo de sus experiencias mecánicas, de sus recuerdos automatizados.

 

La edad no es un bosque sombrío y hermoso, visto a la salida. La edad es un vacío y un peso, un vacío que pesa. Lo demás son ganas de hermosear la propia autobiografía.

 

El presente es tozudo. El presente está ahí, aquí, como en la primera semana de la creación del mundo, es belleza convulsa que no sabemos si se consolida o se disipa. Y aquí está toda la doméstica filosofía de este libro. En vivir/escribir, por penúltima vez, la fiesta actualísima del presente, ese dragón azul y deslumbrante, que reaparece todas las mañanas, emboscado en el bosque de la edad.

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