harold bloom
poemas y poetas · el canon de la poesía
Traducción de Antonio Rivero Taravillo
Introducción
Me enamoré de la poesía hace setenta años, cuando tenía cuatro. Aunque nacido
en el Bronx, a esa edad solo hablaba y leía yidis, y los poetas que leía eran de los
mejores que habían venido a los Estados Unidos: Moshe Leib Halpern, Mani Leib,
H Leivick o Jacob Glatstein Gracias a la sucursal de Melrose de la Biblioteca Pública
del Bronx, pronto aprendí de manera autodidacta a leer inglés enfrascándome en
el estudio de la poesía angloamericana. Solo conservo vagos recuerdos de aquellos
primeros favoritos como Vachel Lindsay, pero poco a poco mis lecturas fueron
abriéndose paso a través de las vastas regiones de la poesía. En algún momento
comprendido entre los diez y los doce años de edad, había empezado a amar a William
Blake y a Hart Crane con una particular intensidad. Al memorizarlos, sin esfuerzo
gracias a la incesante relectura, llegué a apoderarme de ellos con una especie de
entendimiento implícito, que sin duda no pude exteriorizar hasta muchos años más
tarde.
A veces me preguntan, poetas y amigos cercanos, por qué jamás empecé a escribir
mis propios poemas, pero desde el principio el arte me pareció una cosa daimónica y
mágica. Haber penetrado en ella, salvo como un lector que la aprecia, habría supuesto
atravesar un umbral sagrado. Seguí leyendo a Blake y a Crane, y estos me condujeron
a Shelley, Wallace Stevens, Yeats, Milton, y al final a Shakespeare.
A qué edad empecé a comprender más íntegramente lo que releía, no lo puedo señalar
con certeza alguna. Ser autodidacta tiene sus peligros (mi pronunciación inglesa es
todavía excéntrica) pero blinda contra el reduccionismo: político, religioso, filosófico,
y el de las simples modas en la crítica. T S Eliot me fascinó con su poesía, aunque
simultáneamente me repelía su prosa dogmática. A los quince aproximadamente me
leí de un tirón El bosque sagrado y En nombre de dioses extraños: este me disgustó,
y aquel me desalentó. Al menos, En nombre de dioses extraños me condujo a D H Lawrence,
atraído por la censura extraordinariamente violenta que hacía de él Eliot.
El primer crítico de poesía que admiré fue G Wilson Knight, a quien mucho más tarde
llegaría a conocer y apreciar personalmente. Siendo estudiante de primer curso en Cornell,
apenas cumplidos los diecisiete, compré y leí a saltos Temible simetría de Northrop Frye,
su majestuoso estudio de Blake. Fui una especie de discípulo de Frye durante casi dos
décadas, hasta que en el verano de 1967 me desperté de una pesadilla la mañana de
mi trigésimo séptimo cumpleaños y empecé a escribir una curiosa rapsodia en prosa
titulada «El querube protector o la influencia poética». Tras muchas revisiones, se publicó
en enero de 1973 como La angustia de la influencia, pero Frye lo había condenado cuando
le envié una versión en septiembre de 1967, después de lo cual ambos acordamos estar
en desacuerdo perpetuo acerca de la naturaleza de la poesía y de la crítica.
A los setenta y cuatro, mi memoria sigue reteniendo casi toda la poesía que he amado.
Tal vez la memoria (sin la cual la lectura y el pensamiento son igualmente imposibles)
tuvo un papel de lo más determinante en mi orientación crítica. Si no puedes olvidar a
Shakespeare, Milton, Wordsworth, Keats, Tennyson, Walt Whitman o Emily Dickinson,
entonces no te sientes muy tentado por los pronunciamientos resentidos según los
cuales ciertos poetas insuficientes son dignos de estudio por causa de su género,
orientación sexual, origen étnico, pigmentación de la piel o criterios similares.
La riqueza asombrosa de las tradiciones poéticas anglo americanas se ciñe en este
volumen, principalmente, a la obra lírica y meditativa, dado que mucha de aquella
aparece en los volúmenes sobre La épica y Dramaturgos y dramas en esta serie
consistente en seis libros. Lamento la omisión de un poeta más joven como Henri
Cole, que llegará a ser canónico, y de otros que permanecerán, como John Brooks
Wheelwright y Leonie Adams pertenecientes a la generación de Hart Crane.
Wallace Stevens señaló que la función de la poesía es ayudarnos a vivir nuestras
vidas. Yo tiendo a modificar eso y llevarlo a la cuestión específica que Freud llamaba
la prueba de la realidad, que no es otra cosa que aprender a soportar la mortalidad.
En momentos de peligro y grave enfermedad he recurrido al intenso consuelo de
recitarme poemas a mí mismo, ya sea en voz alta o en silencio Como no soy muy
de playas, solo voy a ellas para salmodiar versos de Walt Whitman, Hart Crane o
Stevens, por lo general en soledad y dirigiéndome al viento y las olas. La poesía no
puede sanar la violencia organizada de la sociedad, pero puede realizar la tarea de
sanar al yo. Stevens llamaba a la poesía una violencia que surge del interior enfrentada
a una violencia procedente del exterior. También nos recordó que la mente es la fuerza
más terrible del universo, pues solo ella nos puede defender de sí misma. De manera
hermosa y emocionante Hart Crane confiaba en que la poesía le trajera «una infancia
mejorada». Nada nos dará eso ni nos devolverá a los muertos que quisimos. La
consolación, finalizada ya la labor del duelo, nos llega a algunos de la poesía elegíaca.
Como William y Henry James, hallo una profunda medida de acrecentamiento al oír
leer en voz alta, por otro o por mí mismo, «La última vez que florecieron las lilas en
el jardín» de Whitman. O que la existencia se eleva escuchando una cinta en la que
John Gielgud recita el Lycidas de Milton o en la que Ralph Richardson declama La
rima del anciano marinero de Coleridge. Con esto acabo, porque quiero oír al mismísimo
Wallace Stevens leer Las auroras del otoño en otra cinta. En el crepúsculo de la existencia,
una experiencia como esta acumula su propio valor.
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