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las tres gracias
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Como es natural, lo que uno siente ante este cuadro es miedo,
temor, que ronda el pánico al mirar la cara de la gracia rubia,
la de la izquierda, que parece que solamente quiere morder.
Frente a estas pellejudas es difícil dejar el susto, pero también
el asombro: todo, en ellas, es inexplicablemente feo, como si el
pintor hubiese elegido siempre, en cada detalle, la peor opción,
de forma deliberada y perversa.
La funda, el forro, el tapizado de piel les va grande a todas ellas,
pero lo espeluznante es ver cómo se hunde el pulgar de la segunda
en el brazo de la rubita, por poner un poner, o cómo ha resuelto
este artista el delicado asunto de las tetas: no es fácil, es muy
difícil, conseguir algo peor: asimétricas, de piel áspera de naranja,
abollonadas y de pezones lavados, con arrugas que son
casi grietas a otro mundo.
El pintor no ha respetado ni el entrañable hueco de las rodillas, ay,
son mujeres sin tendones, sin ningún elemento que tense sus
estructuras elásticas: las únicas formas les provienen de la grasa,
y más que formas curvas son redondeadas como gordas pelotas
recosidas, qué culos más panderos, qué pantorras de ciclista, qué
pies de longitud y empeine, qué pubis más adiposos.
Bernarda, Fernanda y Manolita, mujeres deformes con caretos de
voracidad, saltonas de ojos y afiladas de nariz, con bocas
mordedoras y actitudes pegajosas, toquiñonas y adhesivas.
Después de ver este cuadro, uno ya no vuelve a ser el mismo: algo
importante se le ha roto o se le ha caído por dentro: quizá la imagen
de la mujer, quizá la mujer o, poniéndose en lo peor, quizá la
imagen, ay.
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Narciso de Alfonso
Merodeos: el desnudo femenino en la pintura
Peter Paul Rubens (1577-1640)
Las tres gracias c. 1635
óleo sobre lienzo de 221 X 181 cm
Museo del Prado
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