Leopoldo María Panero, sentado en una terraza de la Plaza de las Palomas de León en mayo de 2011

“No tenía a nadie”. Así resumía hace unas horas el editor Antonio Huerga la soledad en la que ha muerto

Leopoldo María Panero a los 65 años. Lo decía para explicar la incertidumbre sobre los restos del poeta:

“¿Incinerarlo? ¿Enterrarlo? ¿Quién decide? No tenía a nadie”. Tras la desaparición de su hermano Juan Luis

en septiembre pasado, la muerte de Leopoldo es el último capítulo de una convulsa historia familiar llevada

al cine por Jaime Chávarri y Ricardo Franco. Él decía que prefería la película del segundo “por los colores”.

Lo decía como lo decía todo, con una salvaje ingenuidad llena de citas de poemas ajenos y propios, teorías

conspirativas, críticas a España, a la OTAN, a sus editores o a sus compañeros en el psiquiátrico de Las Palmas,

donde se había recluido voluntariamente hace más de una década.

Los elogios quedaban reservados para sus colegas de generación: Gimferrer, Colinas o Ana María Moix, fallecida

la semana pasada.

 

“Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no solo no quiero salir de ella sino que pretendo que

los demás entren en ella. Todas mis palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN,

la palabra que es el silencio, dicha de muchos modos”.

 

Así abría Panero su poética para Nueve novísimos, la antología de Josep Maria Castellet que le señaló en 1970

como una de las grandes promesas de la literatura por venir. Era el más joven de la selección y dos años antes

se había estrenado con Por el camino de Swan, publicado en Málaga en 1968.

 

 

Poema inédito

 

En cuanto a la tristeza como modo de venerar la libertad no libre del delirio

Diré lo mismo de otra forma porque la repetición es un señuelo casi inteligente

Ciertamente la mano polvorienta de un enano

Enseña a los hombres un pez

Significando la poesía

Que se opone bastardamente a la verdad

Que rumia aforismos en pie sobre las tumbas

Sobre las que llora el ruiseñor

Como una bruja significando el silencio

Con un vaso de placenta enemiga de la verdad

La poesía como un hombre enemigo del hombre

Azuzando a sus perros

Para que persigan la eternidad que venden los relojeros.

 

(Del poemario Rosa enferma, que publicará en otoño Huerga y Fierro.)

 

Repasar su vida durante ese año inaugural permitiría hacerse una idea de quién era Leopoldo María Panero,

un poeta crucificado entre su propia desmesura y los tópicos de loco oficial de la poesía española. 1968 fue el año

de su primer libro, de su primer intento de suicidio, de su ingreso en el Instituto Frenopático de Barcelona y de su

paso por la cárcel de Carabanchel después de que lo detuvieran en Madrid junto a Eduardo Haro Ibars por consumo

de marihuana y le aplicaran la Ley de Vagos y Maleantes.

También fue el año en que escribió Así se fundó Carnaby Street. Publicado en 1970, ese libro contiene ya hecha

(y deshecha) la voz de un autor que escribía todo lo que se le ocurría y publicaba todo lo que escribía. Cuando en

2001 Visor reunió su poesía completa hasta ese momento -588 páginas, una veintena de títulos- Panero tenía ya tres

libros más en marcha en tres editoriales distintas. Uno de ellos Prueba de vida, una “autobiografía de la muerte” cuyo

maltrecho mecanoscrito original paseaba por Las Palmas dentro de una bolsa de tela entre cintas de Los Chichos

y antologías de Emily Dickinson.

A su muerte, Leopoldo María Panero ha dejado, al menos, un poemario inédito que tal vez se titule La rosa enferma.

Huerga y Fierro, su editorial de los últimos años, pensaba publicarlo el próximo otoño. Entre tanto, el sello madrileño

ha emprendido la publicación de su obra título a título. De esa serie forman parte poemarios como Teoría, Narciso en

el acorde último de las flautas, Last River Together, El último hombre, Poemas del manicomio de Mondragón, Contra

España y otros poemas no de amor o Locos. Irracionalismo, expresionismo, culturalismo y hermetismo atraviesan una obra

irreductible a una fórmula salida del cerebro de un hombre irreductible, más fácil de tratar para los rockeros que para los

catedráticos.

El desencanto, sus intervenciones en público y sus apariciones en la radio (La ventana) o la televisión (Crónicas marcianas)

quedarán para la leyenda del penúltimo poeta oficialmente maldito. En la memoria de sus lectores -y son muchos- quedarán

los versos de “Deseo de ser piel roja”, “El loco mirando desde la puerta del jardín” o “Ma mère”, dedicado

 

“A mi desoladora madre, con esa extraña mezcla de compasión y náusea que puede solo experimentar quien conoce la causa,

banal y sórdida, quizá, de tanto, tanto desastre”.

 

Era en 1979. Ocho años más tarde subtituló como “reivindicación de una hermosura” otro poema, “A mi madre”, que termina:

 

“y dicen que llueve por nosotros y que la nieve es nuestra /

y ahora que el poema expira /

te digo como un niño, ven /

he construido una diadema /

(sal al jardín y verás cómo la noche nos envuelve)”.

 

 

 

Tomado de:

http://cultura.elpais.com/cultura/2014/03/06/actualidad/1394106885_605843.html

 

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