Enero, sábado.

 

ANOCHE bailamos hasta las cuatro. El actor cansado, el periodista enfermo, la muchacha

rubia de los grandes senos, la mujer bellamente, juvenilmente madura, la extranjera esbelta,

el matrimonio burgués. Había un perro, música, imágenes. Esa hilazón indestructible (y

que se destruye en un momento) de la amistad, la intimidad y la noche. ¿De qué nos

defendemos cuando bailamos?

 

A mí, ya, la alegría y la música no me cogen por ninguna parte. En la reunión, como en

todas las reuniones, había los que arden y los que no ardemos. Los que se mojan y

los que no nos mojamos. Adivino bien, casi sin observar, quién se está abrasando en

la hoguera del momento y quién permanece helado de frío, a la intemperie, fuera del

círculo mágico, aunque esté dentro. Y ya esto quiere decir que yo no ardo. La vida, sí,

nos vuelve incombustibles. Melancólico amianto, la tristeza.

 

¿De qué nos defendemos, repito, cuando bailamos? Uno se defiende de su enfermedad,

otro de su miedo, otro de su fracaso.

Una se defiende de su soledad, otra de su compañía. Lo que más admiro —no

diré envidio— en noches así es el hombre o la mujer combustibles, poseídos de

verdad por la fiesta, desposeídos de tiempo. Es una vieja admiración por el ser natural

que come, baila, juega, duerme, ríe, habla, vive sin solución de continuidad. Acecho

casi malignamente sus posibles desfallecimientos, el instante en que caerán otra vez en

poder del tiempo. Nada, no hay desfallecimiento, salvo algún mero descanso físico.

Casi desde pequeño he espiado y admirado y envidiado eso. Quería lograrlo para mí.

 

La diferencia, ahora, es que ya no quiero.

¿De qué nos defendemos cuando bailamos? Entre todos, anoche, hemos creado un

círculo, un redondel de luz y palabras, una bella catástrofe de música, ruido y alcohol.

Afuera estaba la oscuridad, la soledad, la luna grande de enero, que veríamos al salir

de la casa, luna como emblema de la vieja tribu humana. Me temo que cada uno de

nosotros, al cesar la música, vuelva a sentirse dentro lo que estaba fuera: la oscuridad,

la soledad, la luna.

 

Tampoco quiero explotar el viejo efecto adolescente: la alegría está en los demás.

Yo soy el único triste sobre la tierra. Nunca matamos los antiguos demonios interiores,

sino que a cierta edad se nos aburren. La gran luna, a aquella hora, me dio un poco

de salud. He dormido con valium. Esta mañana el campo está pálido, horizontal, todo

de verdes que se camuflan en grises y grises que se exaltan en verdes, bajo un cielo

navegable, con nubes estiradas de plata oscura. Luego saldré al campo a pasear.

El campo, ya, me da vejez, más que juventud, pero tengo como prisa por apurar

los colores, los aires, las distancias, esa donación múltiple del campo que siempre

he relegado para más tarde, a lo largo de mi vida.

 

En la naturaleza, cuando muy joven, buscaba mitos, imágenes, metáforas, efectos.

Como todos. Entre la naturaleza y yo estaba la literatura. La mía y la de los demás.

Se tarda en suprimir la literatura. Yo no es que la haya suprimido, pero ya no salgo

con la misión de colonizar líricamente el campo. Qué alivio, a medida que vamos

abandonando misiones, en la vida. Ahora escribo frente a la ventana, comienzo un

libro, un diario, no sé, algo sin otra forma que la forma natural de mi existencia,

sin otro ritmo que el de mis días, que tampoco van siendo ya muy rítmicos.

 

Y no hago este libro, ni nada de lo que hago, buscando la profundidad, mi

profundidad o la del mundo.

Nunca he creído en la profundidad, ese mito en forma de pozo.

Hegel, Freud, Adorno niegan la profundidad del hombre. El hombre es complejo por

fuera y elemental por dentro. Más que elemental, común. Dice Laforgue: «La mujer

es un ser usual». Y el hombre. Somos usuales, lo cual quiere decir, por el lado

positivo, que tenemos algún uso. Y ya está bien.

 

Miro dentro de mí, miro mi profundidad. No hay profundidad: hay cronología.

Unos ojos que me echan encima toda la oscuridad de su deseo, otros ojos que me

hacen llegar, claros, toda la incertidumbre de su claridad.

Una confusión de cartas, libros y recibos de caja que llamamos biografía. Y,

como mucho, alguna anécdota reciente, soñada, vana, irreal, inexistente, precisa

en la memoria: una voz desalojada, un encuentro, un coche huyendo, aplastado

y veloz, con un brazo de mujer fuera, como un saludo o bandera.

 

La lluvia en una vieja plaza madrileña donde no hay nadie. Una plaza rectangular

que vuelve a ser ella en la noche, a espaldas de las altas iluminaciones y los grandes

edificios. La lluvia, entre diciembre y enero, en una plaza de acacias pobres, balcones

cerrados y ángulos irrealmente precisos. Ese momento de realidad que todavía

sorprendemos o nos sorprende de tarde en tarde. Es todo lo que encuentro dentro

de mí.

No hay profundidad, señor Hegel. No, viejo Freud. No, querido e irónico Adorno.

Por eso no voy a escribir un libro profundo —horror—, sino el libro cotidiano de un

ser usual. Mejor que la profundidad, la cotidianidad. «Otorgó a lo cotidiano la

dignidad de lo desconocido». Y ya sería mucho. Desayuno un huevo pasado por

agua, un vaso de leche y un vaso de agua.

Luego me tomo unacocacola con una gota de ginebra.

 

 

 

umbral 1979

diario de un escritor burgués

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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